Las obras demediadas, que nos han llegado fragmentadas, son siempre una gran ocasión para los artistas contemporáneos, especialmente para los más rabiosos vanguardistas. Uno puede reconstruir a su antojo los despojos de un edificio de la Antigüedad, inventárselo completamente si le dejan, conjuntando las milenarias piedras de su construcción original con los materiales más sofisticados de nuestro tiempo. Cuando se trata de volcar lo antiguo a lo moderno surgen oportunidades fantásticas y la elección de cómo hacerlo, casi siempre polémica, oscila entre hacerlo con imaginación o con fidelidad, que también es un ejercicio de imaginación aunque hay que estudiar más.
La obra de Safo es una "ruina" extraordinaria para nuestros artistas escénicos, su obra poética con cerca de tres mil años de antigüedad nos ha llegado bastante fragmentada, apenas se conservan un poema completo y poco más de un centenar de versos sueltos y estrofas escritos en griego antiguo. Con ella se han empleado un triunvirato comandado por la cantante Christina Rosenvinge, la directora de escena Marta Pazos y la autora María Folguera para ofrecernos en los Teatros del Canal algo así como la representación de una orgía lésbica supuestamente inspirada en su poesía que han titulado Safo.
No estamos ante una exaltación báquica y provocadora tipo Olympus de Fabre, con su realismo sádico y estéticamente exquisito, sino que es un espectáculo de formas educadas y coloristas, ordenadas y estilizadas, obediente con la ideología de género de moda y donde el sensual y alegre verso de la poeta se diluye en las canciones de Christina Rosenvinge. Safo tiene trazas de concierto a la medida de Rosenvinge, pero es algo más, ya que está enriquecido con una potente puesta en escena de Pazos que no ha escatimado en recursos.
Siguiendo una narración elemental, repetitiva y contraria a las leyes dramáticas, todo está dirigido a glorificar la figura de la poeta –interpretada sin mucha convicción por la cantante– y a exaltar la sexualidad lésbica que ella representa a costa de desacreditar el matrimonio y otras formas de relación heterosexual.
De la producción me quedo con el equipo de intérpretes-performers que arropan a la cantante, ataviadas con un vestuario contrastado de mucha gasa de Pier Paolo Alvaro y una escenografía de la misma Pazos, que copia al arquitecto Christo en su especialidad de envolver grandes edificios con tela; aquí se reproduce el escenario del teatro romano de Mérida (la obra se estrenó allí el verano pasado) en una escala menor y lo envuelve en papel rosa. Lo del rosa chicle parece que es marca de casa Pazos, porque lo emplea casi siempre, en esta ocasión dice que es una metáfora del deseo sexual femenino. Será…
Las actrices-bailarinas recrean episodios tan especulativos como los que se denuncian: amores que tuvo con alumnas de la escuela que dirigió en Lesbos, su exilio en Italia, su suicidio evocado por Ovidio y que aquí se niega... Representan algunos de sus poemas de acendrado deseo erótico y, vemos, por ejemplo, cómo una sandía se vuelve símbolo de una vagina.
Llega un momento que las actrices y la banda de músicos parecen haberse comprometido con el adamismo más primitivo porque, salvo Rosenvinge, todas se despelotan. Natalia Huarte destaca por su prestancia de voz y su seguridad como intérprete; Lucía Bocanegra y María Pizarro son dos bailarinas fantásticas, de generosa fisonomía, que resuelven algunas escenas con luchas cuerpo a cuerpo diseñadas por la coreógrafa María Cabeza de Vaca.
A Rosenvinge y a su banda le corresponde la partitura musical. La cantante se emplea con los versos más conocidos de la poeta, que musicaliza en varios estilos, y que toca acompañada de su exclusiva banda femenina (teclados, guitarra, bajo y percusión). La cosa comienza con sintetizadores, hacia un sencillo pop, luego algo más de tecno, e incluso tiene su momento cantautor cuando agarra la guitarra clásica en solitario. "Y caerán del cielo pétalos de rosa" arranca con percusión para ir sumando instrumentación, y es la mejor.