Declan Donnellan ha entrado a saco en La vida es sueño. Quizá tenga algo que ver el hecho de que el director sea británico y no tenga idea de español. Lo cierto es que ha cambiado de raíz el hilo conductor de la obra, haciendo farsa de un drama, y la ha montado sin la afectación y reverencia con que habitualmente se monta. Lo mejor de la versión son el Segismundo, interpretado por Alfredo Noval, dando vida a un alucinado bastante payasete, y el Basilio de Ernesto Arias, verdadero protagonista del espectáculo. Lo peor es el precio que paga la obra en este proceso de desmitificación: todas las ideas filosóficas de su autor han sido despreciadas por Donnellan y Nick Ormerod (autores de la dramaturgia).
Este montaje de la Compañía Nacional de Teatro Clásico no es La vida es sueño de Calderón. Una vez más, Donnellan usa la comedia para contarnos una obra que, sin duda, para Calderón es seria y que incluso dista de la ironía, y cuyas trama y subtramas es evidente que interesan poco al británico. En su lugar, el director introduce novedades, radicales y coherentes en su radicalidad, y lo hace de forma atractiva.
La principal es que convierte a Segismundo en un personaje secundario y traslada el protagonismo a su padre, Basilio, interpretado por Ernesto Arias. Todo el espectáculo está concebido desde la perspectiva de Basilio, y Arias, actor de una solidez y dicción extraordinaria, cuidadoso en detalles expresivos que enriquecen un personaje complejo, cumple de manera sobresaliente con esta tarea y destaca con diferencia del resto del elenco. Su Basilio es un monarca suspicaz, inteligente, desconfiado, y con una difícil relación filial que aborda brillantemente en el primer encuentro que tiene con su hijo.
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El situar a Basilio en el centro de esta historia es coherente con el texto original, ya que es el gran manipulador de la realidad, el que urde toda la historia de La vida es sueño —encierra a Segismundo en una cueva desde su nacimiento para corregir el vaticinio astrológico de que su hijo le usurpará el trono y reinará como un tirano hasta que decide sacarlo de ella—. La diferencia es que a Calderón le interesa detenerse en Segismundo para mostrar que se puede educar en la virtud a un hombre ignorante y salvaje que acabará siendo príncipe.
Donnellan prefiere centrarse en la idea del mundo como teatro donde representamos pasajeras ilusiones. Y a este fin le sirve mejor Basilio, que desde que pisa escenario ya no lo abandona durante toda la representación; con él abre el montaje y también con él lo cierra, saltando a la platea y dirigiéndose a los espectadores para lanzarnos un mensaje hedonista sobre la vida, en contradicción incluso con las ideas cristianas de Calderón. Cuando Basilio no tiene escena, permanece aparte como testigo, como narrador de esta historia, y Donnellan lo presenta en paralelo con el gracioso Clarín (Goizalde Núñez), robándole el criado al personaje de Rosaura pues es en realidad a quien sirve en el original.
La otra novedad del espectáculo, como ya he citado, es el personaje de Segismundo que compone un desconocido actor, Alfredo Noval. Nunca había visto un Segismundo joven, simpático, simplón, alejado del engolamiento con el que habitualmente es encarnado por consagrados intérpretes. En su primera escena, Segismundo más que hablar, balbucea —en consonancia con un joven que ha estado cautivo toda su vida—, y poco a poco va haciendo suyo el lenguaje. Los versos tan maravillosos de Calderón no parecen versos, y sin embargo nos llegan claros y comprensibles, especialmente en los dos monólogos que tiene. Este experimento prosódico de deconstrucción realmente me ha sorprendido.
La parte menos interesante del espectáculo es la que desarrolla las subtramas folletinescas y que recaen en el resto de los personajes, planteadas como vodevil: la ambición de los primos Estrella (Irene Serrano) y Astolfo (Manuel Moya) por el poder, y Rosaura (Rebeca Matellán) que busca vengar su honor. La que se lleva la peor parte es esta última, un personaje femenino moderno y maravilloso que aquí es sacrificado y desaprovechado y convertido en un personaje intrascendente. Y todo este vodevil subrayado con risas enlatadas a la manera de una sitcom de televisión, repitiendo una fórmula ya utilizada por él en otros de sus montajes.
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El dispositivo escénico de Ormerod sigue la simplicidad y la eficacia: proscenio completamente desnudo, con un muro en el foro con siete puertas por las que entran y salen los personajes. Iluminación lateral impecable de Ganecha Gil. Por encima del muro vemos la caja desnuda del teatro, subrayando la idea barroca de que la vida es una representación.
El espectáculo nos devuelve al recurrente asunto de las interpretaciones y recreaciones de clásicos, sobre todo de la mano de directores de escena que más que adaptarse a los textos, optan por encajarlos en la horma que previamente han fabricado. Por ello, presumo que el montaje dividirá al público. Los que esperen una puesta en escena canónica, quedarán descontentos y desconcertados. Los aficionados que conozcan algo la obra, es posible que la comprendan mejor y se diviertan. La incógnita es qué entenderán los alumnos de instituto que suelen ir a ver a los clásicos.