Empezaré por el final del nuevo montaje de Rodrigo García, Cristo está en Tinder, cuando el perro Tito, un robot convertido en personaje del espectáculo, sustituye a todos los actores para recibir la ovación final. Tener que aplaudir a una máquina desconcertó al público la noche del estreno, las palmas fueron tímidas, e incluso irritó a algunos espectadores, me confesaron a la salida. Pero creo que el director y autor García obtuvo su propósito, la pieza va de eso, de ridiculizar las relaciones humanas en esta época que nos toca vivir, profundamente mediatizadas por herramientas tecnológicas de las compañías que dominan el mundo de las comunicaciones. Ya ni siquiera los actores de teatro tienen el privilegio de la respuesta directa de su audiencia.
Rodrigo García siempre ha orbitado en su teatro en la vieja fórmula de "épater le bourgois". Su tema es el fracaso y la fragilidad individual y social, y su manera de mostrarlo es responder al ridículo que observa (en esta obra, el permanente exhibicionismo de nuestras vidas) con más ridículo. Sabe exprimir comicidad a la provocación.
Muchas perlas soeces e "incorrectas" que suelta en esta obra disgustan a su feligresía, por ejemplo: "Si el fútbol es de idiotas / practicado por mujeres no te quiero contar / Una stripper es mil veces más interesante que una futbolista / Follarse animales indefensos". Otras las digiere con más facilidad y humor, cuando el autor subraya las virtudes de las drogas, habla de los ricos o se chotea de la vida sana. Rodrigo gamberrea y a mí me divierte cuando epata a su público epatante, revolucionario o vanguardista, pero en definitiva de la burguesía de ahora.
El título de la obra es engañoso, aquí no se habla expresamente de Tinder y se cita a Cristo una vez, pero funciona como metáfora de que nadie está a salvo de Google y compañía. Rodrigo no arma un espectáculo a partir de una trama, sino de un concepto, como posdramático que sigue siendo.
Ha dicho que la imagen de partida de esta obra es una moto de cross y su jinete embarrados. O sea, sepultados de mierda hasta las cejas, pero preparados para meterse en faena hasta el fondo sorteando barrizales, colinas y pedregosos terrenos. La imagen es épica, primero la vemos en vídeo, después aparcada en una esquina como testigo mudo durante toda la obra mientras te preguntas para qué. Hay que esperar al final para darse cuenta que Rodrigo es un esteta que celebra el arte y la vida.
[La mujer-hombre de una autora del XVII]
El montaje está hilado a partir de textos plagados de deducciones cínicas o irónicas y siguiendo una plástica poética. Funciona como una antología de escenas que se alternan en dos capítulos, Palabras ajenas y Cuerpos ajenos, según predomine la palabra o la acción física y el movimiento de sus actores, y todas ilustradas por una guitarra eléctrica de Javier Pedreira, que toca en directo y que por momentos suena estridente, otros más cadenciosos y amables.
En una gran pantalla en el foro se proyectan sus cortos y montajes visuales, la película inicial es un cómic procaz, colorista, cachondo, onda El Víbora, representado por los tres actores -Elisa Forcano, Selam Ortega y Carlos Pulpón- que se multiplican en varias caricaturas. Luego los vemos en carne y hueso, muy concentrados sobre la alfombra del escenario, tres jóvenes performers de sangre caliente, de generosa entrega física, juegan a darlo todo.
Del pupurri de relatos que defienden, gracioso el de Pulpón recordando cómo de niño sus profesoras insistían en el valor educativo del esfuerzo; mucho mejor, por ocurrente y divertido, y por cómo es interpretado, el que hacen las dos chicas sobre la soledad. Cansino el de la vida sana y las dietas. Hay momentos en los que los textos se dicen en playback, en un acto deliberado de desprecio hacia la comunicación directa que proporciona el teatro.
La parte física se me hizo más lenta y aburrida, aunque hay momentos de una plástica potente, cuando los tres anudan sus cuerpos en un divertimento alocado y de una intimidad sobrecogedora, o cuando Pulpón y Forcano luchan pecho contra pecho desnudo para fundirse en un lírico final sellado con un beso.
['Paraíso perdido' y el bueno de Satán]
Tenía ganas de reencontrarme con el teatro de Rodrigo García. La convocatoria del pasado jueves con motivo del estreno de Cristo está en Tinder reunió en el Teatro de La Abadía de Madrid a sus seguidores después de tres años de ausencia de los escenarios madrileños. La velada se me hizo larga y eso que encontré a Rodrigo más contemporizador que de costumbre. Será porque ahora vive en el campo, me dije. Eché un poco de menos al primero y al segundo, e incluso al tercer Rodrigo García, suponiendo que ahora este sea el cuarto.