El otro día, en un café, observé a una pareja anodina -de aspecto, digo-, que mantenía una conversación animadísima. Hablaba más ella. Ella hablaba todo el rato, y él hacía una excelente labor de escucha, una labor que me pareció interesada: él atendía, sí, y se asombraba ante el relato interminable de ella, y preguntaba, y apostillaba, y todo esto lo hacía, a mi juicio, para complacerle a ella, aunque también se sonaba los mocos con demasiada frecuencia y con un pañuelo pavorosamente bien plegado en cuadrados húmedos y superpuestos, detalle que encontré poco sugerente, si bien a ella no parecía desanimarle.



Podría haber sido perfectamente al revés. Simplemente, yo asistí a un tramo de su conversación. Hubo un antes y habría un después. Y sería muy parecido: cada uno hablaría de sí mismo -contaría- para seducir al otro. Para seducirse mutuamente con la confesión de sus manías y peculiaridades, que suelen ser, por lo general, banales, pero que se narran con un énfasis que busca acreditar una personalidad propia y atractiva: a mí me encanta dormir en la terraza en verano; yo no pruebo el pescado; mi tía colecciona esquelas de periódico; si me tocan una oreja, me da la tos...



Este tipo de confesiones -y otras de mayor enjundia, sí, aunque tampoco tan mayor- cumplen un papel decisivo en los primeros lances entre futuros amantes. Hay que engatusar al otro con lo que se tenga a mano. La pareja a la que me refiero celebraba, a todas luces, su primera cita, y no arriesgaría mucho si dijera -él era delgado y paliducho; ella, oronda y pelín ordinaria- que el encuentro se había fraguado en Internet. Es lo que hay.



Y recordé un subrayado reciente en una novela -la quinta- de Guy de Maupassant, Fuerte como la muerte (Alianza Editorial), la volcánica y difícil historia de pasión entre un pintor y una dama a la que el artista empieza a retratar en su estudio. No había leído esta novela (menor) de Maupassant y la he recuperado junto a otra (muy mayor), Bel Ami, reeditada por Alba, la peripecia, ya saben, de un periodista arribista en el corrupto mundo de la prensa y la política. Hay película nueva a punto (¡con Uma Thurman!).



Maupassant, por lo que se ve, goza de excelente salud entre nosotros, y después de que Mondadori editase sus Cuentos esenciales, en 2008, con ilustraciones de Ana Juan, ahora Páginas de Espuma pone en suerte sus Cuentos completos, con traducción de Mauro Armiño.



El pintor y la dama (distinguida y remisa) viven sus primeros escarceos. Y dice el narrador: Comenzaron intercambiando observaciones sobre personas conocidas por ambos, para luego hablar de sí mismos, lo que nunca deja de ser la más amena y cautivadora de las conversaciones.



Que uno hable de uno mismo está mal visto. Lo dirá cualquiera. Pero lo cierto es que, como dice Maupassant, cualquiera (también) encuentra que hablar de uno mismo es ameno (para uno mismo, sobre todo) y cautivador para el otro (o eso se pretende). Con desigual resultado, claro. Pero, a veces, con muy eficaz resultado, tanto que se repite la letanía en el siguiente trance inaugural: a mí me encanta dormir en la terraza en verano...



La crónica del yo (real o inventada), un arma de seducción. Con riesgos.