Ni la menor idea, por no decirlo con otra expresión más tosca e igual de frecuente. Periférica ha editado La librería ambulante, la primera novela del escritor norteamericano Christopher Morley (1890-1957). Tengo la impresión, relativamente fundada, de que ni ésta, ni ninguna otra novela de Morley, ha sido editada en España en las últimas décadas.
Así que, asentado en la modestia inevitable, diré esta vez, y sin que sirva de precedente, que me he guiado por las solapas del libro para averiguar que el tal Morley tuvo su éxito en Estados Unidos como escritor y como periodista y columnista y que se apreció sobremanera su veta humorística, relacionada -según el documentado redactor de la solapa- con un abanico de escritores que va de Mark Twain a Noel Coward, que ya es abanico. Después de leer La librería ambulante, la referencia a Mark Twain parece de lo más justa y pertinente.
Instigado por la solapa, he investigado por mi cuenta hasta saber que su novela Kitty Foyle dio lugar a una película del director Sam Wood (¿Por quién doblan las campanas?), que se estrenó en España con el título de Espejismo de amor (1940), que tuvo guión de Dalton Trumbo y que le valió un Oscar a Ginger Rogers. Esta información es interesante, aunque depende de para quien.
La librería ambulante, digámoslo ya, es una novela deliciosa, aunque tiene lo que tiene el adjetivo “deliciosa”, un poco de azúcar. O sea, entiéndase, bastante azúcar.
Un cuarentón solitario de barba roja y calva notoria vende a una granjera treintañera, solterona y obesa su útil de trabajo, que no es otra cosa que un carromato llamado el Parnaso, tirado por una yegua llamada Pegaso y acompañado por un perrillo llamado Bock. ¿Qué hay en el carromato? Además de todo lo necesario para sobrevivir vagabundeando en caravana, hay libros. El señor Mifflin se viene dedicando a vender libros por el campo y por los caminos, en plan itinerante, a los granjeros. ¿Por qué le compra esa señora el negocio? Pues porque Helen, quizás, está hasta el moño de recolectar los huevos de sus gallinas, hornear bollitos, cocinar y preparar las mudas para su hermano, Andrew, otro granjero, al que, sin embargo, le ha dado por escribir y ha alcanzado cierto relumbrón. El señor Mifflin quiere liquidar su negocio para irse al paraíso de Brooklyn a escribir un libro sobre sus experiencias y Helen quiere -con costes psicológicos incluidos- dejar de ser por un tiempo la criada de su hermano y vivir una aventura por ahí con una materia prima que le gusta: los libros.
La novela de Morley va contando peripecias sencillas y cautivadoras por el ancho y hermoso paisaje campestre. No se las desvelo. Les digo, eso sí, que, como habrán adivinado, La librería ambulante es un tierno e ingenuo homenaje a la literatura, a los libros, a la lectores y a los grandes escritores, citados estos últimos con profusión. A las ganas de enseñar sin pretensión y a las ganas de aprender con inocencia.
El argumento y la trama guardan -además de muchos comentarios muy comestibles- una idea y una imaginería muy románticas. Esa librería ambulante -caballo y carromato- es tan plástica, a comienzos del siglo pasado, como esas películas que han versado sobre pioneros y furgonetas que llevaban el cine por los pueblos. Recuérdese El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973) o, más apegado a lo estrictamente histórico, las misiones culturales y las expediciones itinerantes por el campo -en tiempos de la República- con cine, teatro, libros, música e incluso cuadros.
Dice Helen, que es la narradora en primera persona: Cualquiera que haga leer a la gente del campo cosas que valgan la pena le estará prestando un gran servicio a la nación.
Hoy, la gente del campo -la que queda- dispone, según los sitios, de pequeñas bibliotecas municipales, incluso de las llamadas y proliferantes casas de cultura. También estamos en la era de Internet y de Amazon. Los libros, en teoría, se consiguen fácilmente en cualquier sitio. Pero la televisión y las pantallas de ordenadores también son una atracción fatal, que aparta a la gente de la lectura. En cualquier caso, es una idea bien bonita, nostálgica -desde luego- si se quiere, la de un carromato tirado por una yegua y con un perro tras las ruedas traseras, que ofrece libros por ahí como otras camionetas ofrecen, cada día, en los pueblos pequeños, carne, fruta, pescado, pan, zapatillas de caballero y batas de señora. Cosas necesarias.
El carromato de los libros
13 marzo, 2012
01:00