He asistido dos veces, Jueves y Sábado, a los oficios de Semana Santa en la Basílica del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Liturgia solemne y espléndida, plena de teatralidad, frente al imponente retablo diseñado por Juan de Herrera y bajo la bóveda pintada por Luca Giordano.



Los agustinos miman el ceremonial. Se entregan a los asistentes folletos en buen papel y de notable paginación, perfectamente impresos e ilustrados para el caso, donde se consignan las letras de todas las oraciones, lecturas y cánticos, cuando procede en versión bilingüe -latín y castellano-, con la reproducción, incluso, de algunas partituras.



Gran número de sacerdotes concelebrantes y monaguillos, cirios, incienso, algún desfile coreografiado y, claro, la música del órgano y la intervención de los niños cantores de la Escolanía del Real Monasterio, con piezas que van del Gregoriano a Tomás Luis de Victoria, pasando por el Preludio y fuga en Re Mayor, de Juan Sebastián Bach. Bien.



Los relatos bíblicos y, específicamente, evangélicos que se repasan y evocan en estos oficios tienen el sello de lo prodigioso, dan cuenta de acontecimientos que los creyentes aceptan como sobrenaturales, mientras que los no creyentes pueden calificarlos de fantásticos o mágicos.



Lo que nadie discute es la frecuente belleza literaria de los textos leídos. En Sábado Santo, por ejemplo, se hace una lectura del Libro del Génesis. Son los pasajes relativos a la creación del mundo por Dios. Ahí aparecen progresivamente el caos informe, el abismo, la tiniebla, la bóveda celeste, las aguas, la hierba verde, los árboles con sus frutos y sus semillas, las dos grandes lumbreras -el Sol y la Luna, no citadas por su nombre-, los cetáceos, las aves aladas, los reptiles, las fieras, los peces y, en fin y al fin, el hombre. El texto tiene una retórica de la repetición que le da ritmo y hermosura, cuando se reitera el paso de cada día, de cada mañana y de cada tarde, el cumplimiento de cada designio divino -“y así fue”, se repite- y la aprobación del Creador, cada vez, al comprobar el resultado de sus órdenes: “y vio Dios que era bueno”, se repite también.



En el Génesis se cuenta que Dios hizo la luz en el primer día de trabajo, lo que no deja de ser curioso puesto que también se dice que la lumbrera mayor -o sea, el Sol- fue creada el cuarto día.



Quiso la casualidad que yo estuviera leyendo en esa semana Las horas solitarias (Ediciones 98), donde Pío Baroja, muy partidario de Darwin, hacia 1917, fustiga el creacionismo y apoya el evolucionismo. Las invectivas barojianas no se dirigen sólo contra los curas -que también-, sino que abriendo el foco y, sin duda, estableciendo una relación de causa-efecto, censura el poco aprecio de los españoles hacia la ciencia y su entrega entusiasta -con mayor o menor fe- a las explicaciones fantásticas sobre el origen y el funcionamiento de casi todo.



En el capítulo en el que critica la Historia de los heterodoxos españoles, en el que pone a caldo a Marcelino Menéndez Pelayo -“un católico a machamartillo, un tradicionalista rabioso y un patriota intransigente”, dice-, Baroja se descuelga contando una anécdota realmente sucedida en Sevilla, que es todo un chiste y que no necesita de comentarios como ilustrativa de la actitud, como poco, socarrona y escéptica de los españoles ante la ciencia y la técnica. Allá va:



Un señor que había estado en Egipto contaba en Sevilla lo que había visto en el país de los faraones.



-Y en un sótano de una tumba egipcia -decía- se encontró un manojo de alambre, lo que hace sospechar que los antiguos egipcios conocían la telegrafía.



-Pues aquí, en Sevilla -le replicó uno que le oía-, en un sótano de una casa muy vieja no se encontró nada, lo que hace sospechar que los sevillanos antiguos conocían la telegrafía sin hilos.