El cementerio de elefantes -con perdón- de la literatura española anterior al siglo XX no tiene plazas libres. Es el cementerio del olvido. ¿Quién lee a quién? Fuera de alguna lectura obligada y de mala gana en los raquíticos planes escolares y del inevitable estudio en las facultades especializadas, nuestros narradores del XIX para atrás, con algunas pocas excepciones, han quedado sepultados, lejos de la experiencia de los lectores actuales.
Los dramaturgos -sobre todo los del Siglo de Oro- tienen mejor suerte, porque existen compañías y festivales de teatro clásico bajo la tutela del Estado que los representan. Creo que fue en tiempos de UCD -¡lo que ha llovido!- cuando se puso en práctica una línea de ayudas a las películas que versionaran obras importantes de la literatura española. La medida dio sus frutos, pero quién piensa hoy en ayudas con la que está cayendo.
Francia, siempre como ejemplo, lleva al cine a sus clásicos con frecuencia, y eso permite una sinergia a favor de los libros. Colegios y universidades pueden programar la doble tarea de leer a un clásico, ver la película que lo adapta y sacar consecuencias, siendo la principal que los grandes autores se mantienen vivos.
Todo esto para decir que me ha llegado y he leído Asclepigenia (Ediciones 98) -¡el título se las trae!-, “una obrita” -como dice Andrés Amorós en su documentadísimo y ameno prólogo- de Juan Valera (1824-1905).
¿Quién se acuerda hoy de Juan Valera, un escritor de gran relevancia en su tiempo? Bueno, pues Juan Valera, que ya había sido adaptado en España cuando el cine mudo y en México en los años 40 -nada menos que por el Indio Fernández-, tuvo una pequeña y provechosa resurrección no hace tanto, cuando Rafael Moreno Alba dirigió, en 1975, Pepita Jiménez, y, poco después, en el contexto de las disposiciones arriba mencionadas, cuando, en 1982, Eugenio Martín hizo una serie televisiva sobre Juanita la Larga. Los dos títulos fueron, en su momento, las dos novelas más apreciadas y difundidas de su autor.
Asclepigenia, hija de Plutarco, fue una filósofa neoplatónica ateniense del siglo V. A su costa, el culto, refinado y bastante malandrín de Juan Valera -notorio hedonista y seductor incansable de damas- se corre una juerguecilla especulativa e inteligente en una breve pieza teatral, manejando una divertida mezcla de lenguaje erudito y callejero. Una gamberrada muy fina. Amorós nos recuerda que el propio Valera la calificó como de “sainete filosófico”, que ya es decir. Su lectura es muy placentera y risueña, doblemente con el extraordinario epílogo -texto íntegro de una conferencia- de Manuel Azaña.
Asclepigenia discurre, con chorros de ironía, sobre la humana aspiración al Bien, a la Belleza y al Conocimiento, peliaguada tarea en la que se enfrentan -y deben armonizarse o encontrar pacto- el cuerpo y el alma, lo material y lo espiritual.
La tal Asclepigenia, mujer exquisita y de altas preocupaciones, ha estado chalaneando con tres amantes simultáneos, aunque parece preferir a uno de ellos, el sucio y maloliente Proclo, que también fue histórico filósofo neoplatónico.
Cuando sus calaveradas quedan al descubierto ante los tres aspirantes a su corazón, Asclepigenia, echándole morro -pero de forma razonada y razonable-, les suelta un discurso en el que, sin cortarse un pelo, se compara a sí misma con un espléndido rosal, un rosal que para su plenitud necesita de la tierra abonada (mantillo), de una mariposa que lo adorne y lo libe, de una nariz que aprecie su perfume y de una mente que admire comprensiva la belleza de todo ello.
Y explica Asclepigenia a sus atónitos enamorados: ¿Qué culpa adquiere el rosal de que nada sea completo en este bajo mundo? ¡Lástima es que no se logren mantillo, mariposa, narices y mente en un ser solo! Como el rosal requería todo esto y no se hallaba reunido, he tenido que buscarlo por separado.
Los tratadistas vieron en esta rebuscada e ingeniosa argumentación una justificación de Juan Valera de sus no pocas correrías amorosas. Todo lo que uno necesita no se encuentra reunido en un ser sólo. En fin, qué le vamos a hacer, la infidelidad, la profusión amatoria o la poligamia no son tan feas como les parecen a algunos. Que un rosal se sienta cumplido y luzca bien, es lo que tiene. ¿Compartimos las opiniones del rosal? “¡Adiós, infame!”, le espetó a Asclepigenia uno de sus galanes, y se largó.
Juan Valera y las necesidades del rosal
22 abril, 2012
02:00