Ernest Hemingway no vuelve a casa por Navidad, pero siempre vuelve a España por estas fechas, fechas taurinas que van del san Isidro madrileño a los Sanfermines de Pamplona, y que tienen enmedio el carabinazo con el que el escritor se quitó la vida, el 2 de julio de 1961, y que tienen, poco después, las evocaciones a las que haya lugar, a partir del 18 del mismo mes, por su presencia y participación en la Guerra Civil española. Como las castañeras, Hemingway es, entre nosotros, un clásico estacional, ahora incentivado indirectamente por una película francesa, Las nieves del Kilimanjaro, de Robert Guédiguian, que, como ya es sabido, no se basa en la novela homónima del norteamericano, pero que, de alguna manera, contribuye no sólo a traerlo a colación, sino a reflexionar sobre el mito que representa. O que representó.
A fines del año pasado, Lumen publicó, a todo lujo de edición, tamaño y fotos, Hemingway. Homenaje a una vida, que ahora repaso motivado por la visible anual resurrección del bigotudo y también barbudo escritor.
El libro, pese a su apariencia de objeto decorativo de las mesas de cuarto de estar, tiene un texto de interés -entre admirativo y crítico- a cargo de Boris Vejdovsky, profesor de la universidad de Lausana.
Repasando las muchas fotografías del libro, observo lo obvio, que la mitología de Hemingway se asentó sobre ingredientes sublimadores que hoy están sometidos a fuerte revisión y en franca -o presunta- decadencia en la valoración social: la intervención en guerras, el boxeo, el toreo, las armas, la caza y la pesca de grandes bichos, el coraje físico, el tabaco, el alcohol y las facultades presuntas del macho conquistador y mujeriego. El aura que elevó a Hemingway en su imagen pública durante el siglo XX, está en proceso de revisión y de rechazo en los primeros años del siglo XXI. La bohemia, el cosmopolitismo o los viajes se mantienen, con matices, en el mismo nivel de aceptación. Y queda su literatura, claro, tan importante, que no comentaré ahora.
Hemingway ya fue discutido, hace décadas, por su proyección pública. Pero entonces lo que se criticaba no era la esencia de su imagen, sino una persistencia y énfasis en forjarla y en basarla en esforzados e hiperbólicos elementos de acción y aventura que se consideraron impostados e incluso, para algunos, fraudulentos y sospechosos de esconder lo contrario.
En el prefacio del editor del libro mencionado, Andreu Jaume cita unas palabras del estupendo narrador, cuentista y novelista John Cheever (El nadador), que escribió respecto a Hemingway: Lo más importante que hizo fue legitimar el valor masculino, una cualidad desconocida para mí antes de leer su obra.
Ahora me aparto de Hemingway. Puede que Cheever, al referirse al "valor masculino", estuviera aludiendo a la valentía, la valentía antes ligada a la masculinidad, a la virilidad.
Pero, hablando de valores, más que de valor masculino, la pregunta estimulante consiste hoy en interrogarse sobre cuáles creemos que son los valores masculinos y los valores femeninos. Esta pregunta, ahora mismo, ya es discutible para muchos, pues hemos llegado a un pensamiento, más o menos común, en el que no consideramos que existan valores -cualidades, potencias- en función de los sexos, sino que cualquier valor es o ha de ser común, con independencia de su sexo, a las personas en general.
Para comprobarlo, y prescindiendo momentáneamente de ese pensamiento supuestamente compartido, propongo al lector que trate de hacer dos listas, una de valores masculinos y otra de valores femeninos. O de características más exclusivas de hombres y de mujeres, si se prefiere. A ver qué dos listas nos salen, sobre todo después de tachar los valores o características que hoy no se consideran privativos o más intensos en cada uno de los sexos, sino deseablemente comunes. Y que cada cual haga su reflexión después del intento.