Los silencios de Emily Dickinson
Nórdica ha publicado El viento comenzó a mecer la hierba, encantadora selección de veintisiete poemas, sensiblemente ilustrados por Kike de la Rubia, de la extraña y delicada poetisa norteamericana Emily Dickinson (1830-1886).
La poesía de Dickinson es sencilla y clara, pero fueron misteriosos su enclaustramiento en la casa paterna, sus escasas relaciones con el exterior, sus pocas amistades personales, su voluntad de anonimato, su entrega al estudio, la reflexión y la escritura.
Dice Emily Dickinson en uno de sus poemas: "Yo no soy nadie. ¿Quién eres tú?/ ¿También tú no eres nadie?/ ¡Entonces ya somos dos!/ ¡No lo digas! Lo pregonarían, ya sabes. ¡Qué aburrido ser alguien!/ ¡Qué ordinario! Estar diciendo tu nombre,/ como una rana, todo el mes de junio,/ a una charca que te contempla".
Dickinson escribió un millar largo de poemas, hoy considerados de una vigencia extraordinaria, y apenas publicó en vida media docena, pues se negaba a la imprenta. La naturaleza, el espíritu, el amor y la muerte fueron sus temas más recurrentes.
En otro de sus poemas, Emily Dickinson parece complementar el discurso de los versos anteriores en favor del sigilo, de la discreción, de la humildad, de lo incógnito, categorías, por cierto, bien alejadas del afán de protagonismo y notoriedad que tanto se da en nuestros días.
Escribe Emily Dickinson: "Temo a la persona de pocas palabras./ Temo a la persona silenciosa./ Al sermoneador, lo puedo aguantar;/ al charlatán, lo puedo entretener./ Pero con quien cavila/ mientras el resto no deja de parlotear,/ con esta persona soy cautelosa./Temo que sea una gran persona".
Dickinson atribuye a quien calla y medita, mientras los demás se dedican a la cháchara, una superioridad de índole moral -ser "una gran persona"- que le asusta, tal vez porque puede llegar a sentirse interpelada o disminuida por su estatura ética.
Ese último verso conclusivo puede ser sorprendente, pues algún lector podría esperar un remate de signo opuesto. Quiero decir: está claro que los habladores que aleccionan o los parlanchines que se escuchan a sí mismos pueden ser fatuos y cargantes, pero, de quien guarda silencio en una reunión, y como no sea un tímido o un introvertido reconocido, se puede temer no que sea "una gran persona", precisamente, sino alguien que escruta, que juzga, que valora con cálculo a los demás para después, en su ausencia, emitir un juicio poco benévolo sobre quienes se han expuesto y manchado con su facundia. Desconfío de quienes no hablan y de quienes hablan muy bajito.