Rafael y el trabajo con las manos
A cuento de la exposición El último Rafael, en el Museo del Prado, he leído Vida de Rafael (Casimiro), pequeño opúsculo extraído del extensísimo y estudiadísimo volumen de Las vidas de los más excelentes arquitectos, pintores y escultores desde Cimabue a nuestros tiempos, de Giorgio Vasari, del que Cátedra hizo una edición muy útil el año pasado, con índices onomástico y de títulos citados.
Vasari (1511-1574) fue también arquitecto y pintor, y conoció personalmente a varios de los artistas de los que habla. Su magna obra escrita lo consagró como el primer historiador y, en cierto modo, crítico de la Historia del Arte, pese a sus errores de datación, confusiones e, incluso, pequeñas fantasías.
Los datos estrictamente biográficos que aporta sobre Rafael (1483-1520) no son muchos, pero son muy abundantes y ordenadas las referencias sobre su pintura (comentada) y sobre las circunstancias en que se ejecutó.
Vasari aporta, sin embargo, algún detalle jugoso como, por ejemplo, cuando Rafael se coló en la Capilla Sixtina -gracias a su amigo Bramante-, y pudo ver y espiar las pinturas inacabadas de Miguel Ángel, que le impresionaron y le influyeron episódicamente.
Admirador de Rafael, Vasari reitera tanto la excelencia de su obra como sus bellísimas cualidades personales, de carácter y de trato, sin dejar de consignar que el pintor era muy “aficionado a las mujeres”, a los “placeres carnales”, incurriendo, con la complicidad de sus amigos, en excesos que ocasionaron, incluso, “confeso y contrito”, su prematura muerte a los 37 años. Y remata Vasari: “Y es de creer que como con su talento embelleció el mundo, su alma habrá adornado el Cielo”.
En el prólogo, Jill Burke (profesora de Historia del Arte de la universidad de Edimburgo) nos recuerda algo que sabemos, pero que muchas veces olvidamos: “En una época en la que los pintores empezaban a ser tenidos como artistas -que obran con la imaginación- y ya no meros artesanos -que trabajan con las manos-, Rafael fue un adelantado”.
Cuesta, en efecto, aceptar que grandes genios de la pintura no fueron considerados en su tiempo como artistas. Trabajaban por encargo, con requisitos muy concretos, bajo pautas y con temas limitados e impuestos. Lo que se valoraba de ellos era la perfección en el logro del cumplimiento del reglamentado pedido, la brillantez en la reproducción o en la imitación de la realidad, su capacidad de ilustrar. Trabajando, sí, con las manos -manchadas por pigmentos y aceites-, como obreros, no estaban considerados artistas, y, como señala Burke, se excluía de ellos el valor de la imaginación y, no digamos, de la subjetividad, del mundo personal e interior.
Podemos recordar que, casi un siglo después, Velázquez, por ejemplo, como pintor de cámara, tenía menos rango -y menos sueldo- en la corte de Felipe IV que los mayordomos, sumilleres y otros servidores del rey, de manera que mejoró su posición económica y su jerarquía cuando fue nombrado aposentador mayor del monarca.
Ni tanto ni tan calvo, es preciso, de todas maneras, reivindicar la nobleza y belleza de la pintura y de la escultura por ser tareas que, precisamente, se hacen también con las manos, comprometiendo el cuerpo y la actividad física. Y, de paso, reivindicar igualmente a las personas -desde el carpintero que hace una mesa al agricultor que cultiva tomates- que tienen la virtud de poder modificar el mundo y obtener productos bellos y útiles con sus propias manos, algo que ahora está vedado a millones de personas en esta sociedad evolucionada, urbana, oficinesca y de servicios.