Mamá Rigby es una bruja de Nueva Inglaterra, bastante pérfida y, por supuesto, empedernida fumadora de pipa, que decide fabricar un espantapájaros para ahuyentar a los cuervos y a las urracas que acechan los maizales. Utilizando los elementos habituales -escoba, palos, saco de paja, calabaza, ropas viejas-, la bruja logra una figura de aspecto tan humano que, conmovida e interesada, decide añadirle con sus sortilegios facultades efectivamente humanas y enviar a su criatura, llamada Feathertop, a seducir a la hija del magistrado de un pueblo cercano, con el que parece tener algún asunto pendiente.
Periférica publica El espantapájaros, uno de los mejores cuentos largos del escritor norteamericano, puritano y gótico Nathaniel Hawthorne (1804-1864), quien sabía mucho de brujas, pues nació en Salem. Hawthorne publicó su relato en dos partes, en 1852, en una revista y, dos años más tarde, lo recogió en la segunda edición de su libro Musgos de un viejo presbiterio (Acantilado).
Amigo y vecino de los trascendentalistas Ralph Waldo Emerson y Henry David Thoreau -a ratos cómplice, a ratos discrepante-, amigo también de Herman Melville, Hawthorne, rival de Edgar Allan Poe en el cultivo de las oscuridades fantasmagóricas del goticismo, hizo su obra maestra con la novela La letra escarlata (1850).
Bien construido y dosificado, emotivo desde el principio, El espantapájaros es un relato muy triste, pues el lector advierte que la humanidad del fantoche no es sino la suya propia y que, por tanto, está sometida a las condiciones de fragilidad, vulnerabilidad, destrucción y finitud, acabado el autoengaño y el engaño a los otros, que gobiernan nuestra propia existencia.
Mamá Rigby, cuando contempla su creación, se dice a sí misma: "¿Y si lo dejara probar suerte entre los demás hombres de paja y tipos sin sustancia que pululan por el mundo?" Es un aviso claro de Hawthorne. Feathertop es como todos nosotros, y Mamá Rigby es como Dios, que hizo al hombre del barro.
El escritor colombiano Juan Sebastián Cárdenas, traductor del texto y autor de un erudito e interesante postfacio que insiste en el carácter alegórico del relato, no destaca lo que a mí me conmovió desde el principio: la presunción de que Feathertop, con su digna apariencia, es uno de nosotros, un ser débil creado por poderes superiores y condenado a la descomposición de su imagen y de sus materiales. Cárdenas subraya, sin embargo, que, cuando el aparentemente bien logrado Feathertop -que no ha sido respetado ni por un niño ni por un perro- es consciente ante el más fidedigno de los espejos -un acceso de lucidez respecto a su verdadera naturaleza- de lo que verdaderamente es, se viene abajo. "La horrible realidad de la ilusión", dice Cárdenas muy bien. La horrible realidad de la ilusión del espantapájaros, que se cree un hombre. La horrible realidad, diríamos, de la ilusión del hombre, que se cree un hombre. Que se cree más que un espantapájaros. ¿Y por qué, si el espantapájaros -podríamos decir rizando el rizo- es, para los cuervos y las urracas al menos, todo un hombre? Feathertop da mucha pena, ya digo, y la bruja sigue fumando su pipa.