La nómina de grandes cuentistas norteamericanos del siglo XX es, en verdad, impresionante. No voy a dar un listado. Los periódicos y las revistas estadounidenses eran -y son- grandes promotores, productores de relatos breves, y las editoriales no tenían inconveniente en publicar -aquí se hace a regañadientes, salvo en el caso de Páginas de Espuma y de alguna más- recopilaciones y colecciones. Fue una cadena perfecta, que impulsó la mejor narrativa americana.



Uno de esos grandes cuentistas norteamericanos fue, a no dudar, John Cheever (1912-1982), y una demostración en verdad espectacular es el volumen de Cuentos, más de 60, que acaba de publicar RBA.



Pero el atribulado escritor de Massachusetts, largamente vinculado a “The New Yorker”, fue también un excelente novelista, aunque solo diera a la imprenta cinco novelas. También RBA ha editado una de ellas, Falconer (1977), que se lee con el corazón en un puño.



Es la historia de Ezekiel Farragut, cuarentón, casado con una mujer indescriptible, con un hijo que no desea verle, profesor, culto, bisexual y drogadicto, que ha sido condenado a diez años de prisión por haber apiolado a su hermano. Falconer es el nombre de la centenaria prisión en la que es recluido Farragut con otros dos mil convictos, lo mejor de cada casa -por no hablar de los guardianes-, un infierno sin paliativos y con docenas de gatos, las bestias menores. La novela narra la travesía de Farragut por esa selva inhumana, su difícil supervivencia, sus caídas y quebrantos, su aclimatación, sus romances, su empeño, en fin, por intentar salir adelante y reconstituirse en lo más hondo del más profundo de los pozos, donde a veces, por milagro, un gesto, una persona o un acto son un rayo de luz que ilumina débil y pasajeramente la negrura.



La escritura realista de John Cheever es soberbia, tanto sus descripciones como sus incursiones en lo psicológico, en el alma, en un profundo conocimiento -tan brutal como misericordioso- de la sociedad y del individuo.



Mi ejemplar de Falconer está señalado por decenas de subrayados -frases, párrafos y observaciones espléndidas-, pero me he quedado con una idea en apariencia pequeña y marginal respecto a lo esencial del relato.



Es ésta: “Ya hace mucho que ha pasado la época de la ironía banal, pensó Farragut”.



La ironía. La ironía banal. La ironía no tiene por qué ser banal. Hay una ironía que, en principio, no es banal, sino todo lo contrario, muestra de inteligencia, arma de defensa y ariete para cuestionar, desenmascarar y demoler lo peor de cuanto nos rodea. La ironía, que las gentes sencillas e ignorantes no comprenden, tiene prestigio intelectual. ¿Pero acaso puede ser banal toda ironía? Si no en cualquier circunstancia, ¿puede haber momentos y situaciones en los que la ironía - como juicio, como arma o como bisturí- no sirva para nada, sea una vistosa pirueta en el aire, una fuga y no un ataque, una defensa tibia, una maniobra inútil e inoperante a la hora de encarar la realidad?