Sudores fríos, melancolía y mediocridad
En el inminente Festival de Cine de Cannes se va a
mostrar una versión restaurada de Vértigo, cuando
se cumplen cincuenta y cinco años de la obra maestra
de Alfred Hitchcock. Confiemos, pese al ventarrón en
contra, en poder ver pronto en España, y en pantalla
grande, esa prodigiosa película que, entre sus muchas
virtudes, contaba precisamente con una extraordinaria
belleza plástica, con un magnífico, limpio y potente uso
del color, lo que se habrá potenciado tras las tareas de
restauración.
Mientras tanto, tenemos la oportunidad de leer, acaso
por vez primera, Sudores fríos (RBA), la novela de
Boileau-Narcejac en la que se basó el cineasta británico,
quien cambió muchos detalles y circunstancias del libro.
El manido asunto de las diferencias de calidad entre una
novela y su adaptación cinematográfica encuentra en
este caso un infrecuente campo de discusión. Lo habitual
es denigrar la película como inferior al libro, pero ante
Vértigo tal consideración es imposible.
Por el contrario, la persistente genialidad de Hitchcock
ha llevado a un cierto menoscabo de la novela de la
pareja de escritores franceses, que ya habían mostrado
sus cualidades en el relato que dio lugar a Las diabólicas
(1955), la no menos magistral película de Henri-Georges
Clouzot.
Pierre Boileau y Thomas Narcejac revolucionaron los
planteamientos de la “serie negra” francesa y europea,
pero su copiosísima producción y su anclaje durante
cuatro décadas en una literatura de vocación popular
y muy golosa para el cine acabaron por difuminar la
valoración de las altas propiedades de su escritura.
Es estéril y bizantino discutir sobre si Vértigo es superior
a Sudores fríos, y sostener la idea opuesta parecería
hoy una provocación. Sin embargo, es más interesante
recomendar, sin más, la provechosa lectura de la novela y
ponderar, sin ánimo de comparación, sus atractivos.
Sudores fríos es un relato verdaderamente negro y
pesimista, sin duda fruto del momento histórico, de la
profunda herida y del no menor desánimo provocados
por la Segunda Guerra Mundial. En tal sentido, su negrura
y desesperación guardan algún punto de conexión con los
postulados de los existencialistas, contemporáneos del
libro.
La novela tiene en su historia de “amour fou”, de amor
más allá de la razón y de la lógica aceptables, su más
briosa fibra y, en esa veta, entronca con la sensibilidad de
los surrealistas. La pasión, la obsesión y el trastorno del
protagonista por la enigmática Madeleine, que le llevan
a la decadencia y al abismo, está detallada en el libro con
gran minucia, produciendo un agobiante efecto sobre el
lector.
Por último, Sudores fríos -como otros libros de
Boileau-Narcejac- bebe claramente de las fuentes del
romanticismo y del goticismo, de ahí temas y motivos
como la presunta abducción de Madeleine por una
bisabuela muerta -y su tumba, y su retrato en un cuadro-,
la doble personalidad -o, si se quiere, el tema del doble-,
la posibilidad de la reencarnación, la vida más allá de
la muerte o, de otro modo, la figura del “no-muerto”.
No están tan lejos Poe y algunos cuentos terroríficos de
Stevenson.
Elijo otro asunto para la cita. El abogado y expolicía Roger
Flavières, además de padecer de un problema severo y
determinante por su miedo a las alturas, es un hombre
melancólico -en toda su dimensión clínica-, afectado por
la conciencia de llevar una existencia vulgar y corriente,
desesperanzada y sin propósito. Es eso lo que incentivará
su entrega a la causa de Madeleine, que, pese a todos los
riesgos que comporta, se le aparece como una ocasión
de acercarse a algo absoluto, a un fin que vale la pena
porque le hará salir -¡y de qué manera!- de su rutina.
Pero vuelvo a dar un pequeño giro. Flavières ha hecho
sus pinitos con la pintura y sabe tocar el piano: “lo
suficiente -se dice- para envidiar a los virtuosos. Era de
esas personas que detestan lo mediocre sin ser capaces de
elevarse hasta el talento”.
Esas pequeñas cualidades que no sirven para
remontarse a la altura apetecida, esa capacidad de
identificar y odiar la mediocridad con la conciencia,
sin embargo, de no poder desempeñarse con arreglo
al auténtico talento... He aquí los ingredientes de un
soterrado drama existencial muy frecuente. Y muy
específico, probablemente, de quienes, como críticos o
creadores, se dedican al arte, a la cultura.