Los franceses no necesitan remontarse a la Revolución de 1789 para encontrar fracturas y heridas en su cuerpo social. Al contrario, el muy cercano siglo XX les ofrece episodios que desgarraron y dividieron drásticamente al país y cuyos efectos no dejan de sentirse: la ocupación alemana y el gobierno colaboracionista de Vichy y las guerras de Indochina y Argelia. Habrá en Francia, sin duda, quien no desee volver sobre esos acontecimientos dolorosos, pero el caso es que los creadores vuelven a ellos sin que parezca existir un estado de opinión significativo en contra.
Publicada por Demipage, con excelente traducción de Sara Martin Menduiña, nos acaba de llegar Donde dejé mi alma, novela del joven escritor Jérôme Ferrari, nacido en París en 1968, es decir, años después del final de los sucesos que el relato contempla: la guerra de Argelia.
Donde dejé mi alma es una novela de alto voltaje político e histórico que indaga en la práctica de la tortura y en la psicología de los torturadores, de los militares franceses que se enfrentaron a la insurrección y a la violencia de las organizaciones argelinas opuestas al dominio colonial de Francia.
Siendo el asunto del mayor interés, el valor de la novela crece al remontar Ferrari el vuelo hacia un discurso humanista de validez universal, al poner en pie una reflexión sobre la implantación de la condición humana en la delgada frontera entre el bien y el mal, al situar los cimientos de la conciencia sobre las arenas movedizas del pragmatismo que prima los fines sobre los medios.
Los muchos méritos de Ferrari se redondean, como no podía ser de otra manera para alcanzar la excelencia, erigiendo tres personajes principales muy potentes, dotando a la narración de una estructura y de una textura -a dos voces- rica y arriesgada y tensando en cada línea una escritura muy literaria, apegada al suelo del infierno y del horror por el que la novela transita.
Donde dejé mi alma se instaura en un cierto pesimismo histórico y antropológico: ese infierno y ese horror se repiten vez tras vez, la sangre se derrama de nuevo, la crueldad vuelve a imperar y hasta se olvidan los nombres de los secundarios que creyeron vivir dentro de una tragedia única.
Cuando el teniente que abre la narración se encara con su superior -ambos torturadores, pero con un entendimiento diferente sobre su culpa y la necesidad o no de expiarla-, dice: “No ha vivido nada que sea excepcional, mon capitaine, el mundo ha sido siempre pródigo en hombres como usted y a ninguna víctima le costó jamás el mínimo esfuerzo transformarse en verdugo, a la más pequeña variación de circunstancias”.
He aquí una de las terribles e interpelantes reflexiones de esta novela. En el plano estrictamente individual esa afirmación es audaz, tal vez excesiva, pero en el campo colectivo -grupos, naciones, organizaciones...- la Historia muestra, desde luego, cierta fluidez en el tránsito, y con caminos de ida y vuelta, de víctima a verdugo.