He tardado más de dos décadas en descubrir a Jean-Philippe Toussaint, pero, al fin, el año pasado tuve el placer de leer La verdad sobre María (2009), editada por Anagrama, la editorial que introdujo al novelista y cineasta belga en España a mediados de los 80. Aquí mismo escribí sobre ese libro y mi deslumbramiento con él.



Ahora, Siberia acaba de editar Hacer el amor (2002), la primera novela sobre Marie, personaje desarrollado después, formando una especie de trilogía, en Fuir (2005), inédita, según creo, en español.



El narrador avisa en la segunda página de que, en Tokio, donde se encuentran, va a terminar la historia de amor entre ellos, iniciada en París siete años antes. Y él lleva un frasco de ácido clorhídrico en su equipaje, presagio de la posibilidad de un desenlace atroz y, por tanto, elemento de una intriga y de una incertidumbre que Toussaint dosifica magistralmente mientras se centra en la desesperación y agonía de dos amantes que se quieren, se atraen físicamente y parecen condenados a separarse. ¿Por qué?



El frasco es también -como un fax, un antifaz de seda, la nieve o los débiles seísmos que se producen en la ciudad- un emblema dentro de una escritura poética presidida por la tristeza, la noche, la pasión sexual, una metrópoli ajena y desasosegante y un horizonte de final y muerte, que no sabemos si los personajes llegarán a atravesar.



Además de poética, la escritura de Toussaint es tremendamente plástica, especialmente atenta a los colores, a los objetos, a las sensaciones físicas y psicológicas. Hay en ella algo de epígono del “Nouveau Roman” francés corregido, si se quiere decir así, por una modernidad cinematográfica minimalista, altamente visual, que nos podría remitir a un director como Wong Kar Wai.



La expresión del erotismo y, en un paso más, de la explícita sexualidad recorre el relato con el mismo protagonismo que detectamos en La verdad sobre María. Y con la misma técnica: los sentimientos amorosos se expanden en una atmósfera sensual que poco a poco crece, se adensa, se explicita y, de pronto, desemboca en un toque violentamente carnal, abrupto, sin miedo a parecer obsceno o pornográfico, puesto que la pasión debe concretarse en gestos y actos.



Escribe el narrador: “Y a pesar de mi inmenso cansancio esperaba que no amaneciera en Tokio ese día, que no amaneciera nunca más y que el tiempo se detuviera en ese momento, en aquel restaurante de Shinjuku donde nos sentíamos tan bien, cálidamente envueltos en la ilusoria protección de la noche, porque sabía que la llegada del día traería consigo la prueba de que el tiempo pasaba, irremediable y destructor, y que había pasado sobre nuestro amor”.



Pero él la sigue llamando “amor mío”. Su amor, como su deseo, no ha muerto. Es, por una o varias razones, imposible. Es entonces cuando los amantes no quieren que amanezca. Están acogidos en una penumbra, bajo “la ilusoria protección de la noche”. Se resisten a que la luz del día les haga ver lo que ya saben: que todo ha terminado. Muchas veces ha ocurrido así.