Los libros de Edith Wharton (1862-1937) se siguen publicando en España con una fluidez cuasitorrencial. Sólo este año, si no me equivoco, han aparecido El hijo de la Sra. Glenn (Reino de Cordelia), El día del entierro (Rey Lear) y La solterona (Impedimenta), esta última con traducción y postfacio de Lala González-Cotta.
La solterona es una obra de madurez. Wharton tenía 62 años cuando la publicó, en 1924, cuatro años después de su gran éxito, La edad de la inocencia. Aunque ahora se edita por separado, La solterona formó parte originalmente de un volumen titulado Old New York, compuesto por cuatro 'nouvelles' independientes que repasaban cuatro décadas de la vida de la alta burguesía neoyorkina, el tema-estrella de la escritora, perteneciente a una familia riquísima. La solterona es la segunda y más larga de las cuatro y se centra en los años 50 del siglo XIX. Introduciendo algunos cambios –sobre todo, al principio- Edmund Goulding dirigió en 1939 una película del mismo título, que tuvo buena acogida por el público y que actualmente puede adquirirse en España en DVD. Enfrentada a Miriam Hopkins, en el papel de Delia, Bette Davis, como su prima Charlotte, tuvo ocasión de bordar un personaje que, inusualmente, le confería la condición de víctima.
Sobre el telón de fondo de las sofocantes tradiciones y normas de las adineradas y poderosas familias neoyorkinas, dentro de matriarcados férreos que, sin embargo, favorecen las libertades y disculpan los errores y delitos de los hombres, dos mujeres, Delia y Charlotte, primas, vivirán un larvado y soterrado enfrentamiento, una oscura relación de dominio de la primera hacia la segunda, en la que la generosidad no es lo que parece, sino la máscara de un resentimiento provocado por la hipocresía, la represión sexual y el avinagramiento. El horizonte de la soltería y de la vejez amarga y pone en pugna a dos mujeres que, con el matrimonio como hipotética tabla de salvación o como losa, no han podido vivir conforme a sus deseos. El tramo final, con una muchacha en disputa como egoísta solución para tanta frustración, muestra una feroz lucha psicológica en el encierro de una gran mansión, que, dicho sea de paso –y aunque las coordenadas sean otras-, me ha recordado la atmósfera de otra novela que he leído este verano, Las hermanas Lacroix (Acantilado), de Georges Simenon.
Con un matrimonio terrible –ya terminado cuando escribió La solterona- y una bisexualidad tan efectiva como problemática, Wharton no simpatizó precisamente con la institución matrimonial al modo burgués, ni con los personajes masculinos –débiles, tiránicos, ineficientes o ausentes-, y no pocas de sus novelas abordan la sumisión o la rebeldía de las mujeres víctimas de estructuras y prejuicios aniquiladores.
Wharton está explicando todavía los comienzos del 'feliz' y anhelado matrimonio de Delia, cuando ya deja caer un terrible párrafo en el que enumera las decepciones, secarrales y apagones que llegan después de las primeras horas de dicha. Y remata: “Y a continuación, los bebés; los bebés que se suponía que 'lo compensaban todo', pero que resultaba no ser así...por más que fuesen criaturas entrañables. Una seguía sin saber exactamente qué se había perdido o qué era aquello que los hijos compensaban”.
Wharton escribía hace casi un siglo, ciertamente, pero siempre se dice que sus obras son leídas porque mantienen su vigencia. En estas tremendas líneas Wharton cuestiona las predicadas excelencias de la maternidad. En la televisión y en los medios en general, las famosas que están embarazadas o que ya sostienen entre sus brazos a sus bebés proclaman su inmensa felicidad, transmitiendo a las más jóvenes, sin asomo de duda, la conveniencia de seguir sus pasos. Nadie habla en serio, como Wharton, de si los niños compensan o no compensan, ni, muchos menos, como su personaje femenino, de qué se pierde con ellos (o sin ellos) y de qué tienen que compensar.