Es bien cierto que las películas mezclan con nuestro estado de ánimo y con nuestra disposición psicológica de forma, en ocasiones, inadecuada para recibirlas con los debidos frutos. Por eso, sabiendo o intuyendo lo que nos vamos a encontrar en un determinado filme, a veces lo rehuimos: hoy no estamos –solemos decir- para ver tal película.
El crítico, por más profesionalizada que esté su mirada, también es víctima de esta posible inadecuación entre su situación subjetiva en una puntual oportunidad y la película que ve para transmitir a los demás su valoración, lo cual no es un eximente, pero sí un atenuante de algunos errores de bulto. Otra posibilidad, más grave, en su mala percepción de una película concreta es, sencillamente, que, por el motivo que sea, no la sepa comprender, sea incapaz de desentrañarla como se merece.
Pasados los años, uno de los baldones que peor soporto de mi trayectoria como crítico de cine es el comentario que en su día escribí sobre Eyes wide shut (1999) , la última película de Stanley Kubrick. No publiqué una crítica de rechazo radical, pero sí muy reticente y bastante desapacible, no siendo esto lo fundamental, claro, sino la evidencia –a la que accedí tiempo después- de que no había comprendido bien la película.
Esta evidencia –pido que se me crea- no me llegó por los comentarios ajenos, sino, sencillamente, cuando ví por segunda vez la película. Y luego por tercera, por cuarta, por quinta... La he visto ya un montón de veces, y no sólo desaparecieron mis objeciones en el segundo visionado, sino que Eyes wide shut pasó a ser una de mis películas preferidas de todos los tiempos. Y una de las que me ha dejado una huella más profunda.
Volví a verla la otra noche, aprovechando un pase en TCM –aunque tengo copia en DVD desde que salió-, y volvió a conmoverme y a sugerirme infinidad de cosas. Mi 'conversión' se había producido hacía años, pero tenía muy reciente la lectura de las extraordinarias páginas que Eugenio Trías le dedica en su libro póstumo, De cine. Aventuras y extravíos (Galaxia Gutenberg), páginas que, por otra parte, están entre las mejores de su estupendo ensayo, junto a las que analizan Metrópolis (Fritz Lang, 1926), El cuarto mandamiento (Orson Welles, 1942), la trilogía de El Padrino (Francis Coppola, 1972, 1974 y 1990), Inland Empire (David Lynch, 2006) y, por supuesto, 'su clásico' Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958).
Me entusiasma la contundencia y lucidez con la que Trías expresa al final la esencia de Eyes wide shut: “es un firme y valiente alegato a favor del amor y de la sexualidad conyugal”. Esta afirmación del filósofo viene inmediatamente detrás de la exacta comprensión de la propuesta que Alice (Nicole Kidman) le hace a su marido, Bill (Tom Cruise), como remedio futuro a sus males: 'Follar'. La película nos ha mostrado un descenso a los infiernos, un viaje al fin de la noche y, sin puritanismo alguno –todo lo contrario-, nos ha hecho percibir el frío y la tiniebla que pueden esperarnos fuera del reducto de un amor cultivado leal y entregadamente. Hay que follar o, dicho de otra manera, hay que hacer el amor con la persona amada, vez tras vez, como modo de preservar el Eros, variante de la felicidad, del constante acecho de Tánatos, de la Muerte, que ése es, en definitiva, el asunto de la película.