La literatura francesa del último siglo nos ha acostumbrado a la proliferación de escritoras que han tratado el sexo con osadía, yendo más allá de los límites previstos, con el consiguiente resultado de escándalo y (cuando existía) censura. Las muy distintas personalidades y calidades de autoras como Colette, Françoise Sagan o Marguerite Duras testimonian esa tendencia (si puede llamársele así), a veces sustentada en intensas y tumultuosas experiencias propias.
No sé nada de Anne Serre (Burdeos, 1960), quién sabe si último eslabón de esa cadena, pero por su edad y, sobre todo, por las características literarias de su libro no parece que estemos ante un caso de acarreo de lo autobiográfico al territorio de la ficción. Aunque eso nunca se sabe del todo.
En ¡Ponte, mesita! (Anagrama), la narradora en primera persona es una de las tres niñas que, junto a sus padres y a un reducido grupo de íntimos y próximos, practicó sexo en familia, generalmente en el marco cerrado (castillo encantado, conventillo perverso) de su casa. El menú consistió en incesto, sodomía, fetichismo, homofilia, pedofilia, adulterio, travestismo, triángulos, orgías… No faltó de casi nada.
Tomando base en un cuento de los Hermanos Grimm, la narración de Serre se despliega como otro cuento, tan inocente como inquietante, a lo que contribuye, en el filo de la navaja, una estrategia narrativa de estilización y de lenguaje poético –lo que se nombra y lo que se silencia- que crea un clima de ensoñación, de juego metaliterario, lo que no quiere decir que esconda su propuesta: valorar, al menos, las posibilidades de los principios sadianos, la búsqueda libre del placer a partir del instinto y sin cortapisa cultural ni moral.
El vestíbulo helado de la casa y, sobre todo, una mesa –como un lago, como un espejo- en la que se desarrollan no pocos de los rituales sexuales se convierten, con una escritura sujeta a reglas minimalistas, en emblemas y metáforas de lo narrado.
La literalidad, no obstante, de algunas escenas y expresiones impactará en ciertos lectores, que pronto irán notando que el ejercicio que se les propone está, sin embargo, muy alejado del 'realismo sucio' –que sería pornográfico, en este caso- y muy nutrido de rieles intelectuales y de sensibilidad artística digamos que propios del gusto francés: la bella explosión está controlada.
Tan controlada que la narradora –y, con ella, la autora-, pudorosa en el fondo, escribe con cautela: “Ni mucho menos pretendo hacer aquí una apología de los vínculos sexuales entre familiares: soy consciente de que es un tema sumamente delicado”.
Pues sí, es un tema sumamente delicado. La delicadeza, pese a frases y momentos llameantes, gobierna el relato con el triple fin de afirmar su carácter disciplinado, retenerlo dentro de un terreno laboriosamente arado y, por qué no, evitar el incendio. La actividad de los cuerpos está aquí destinada a transmitir finalmente un melancólico y también gozoso estado del alma.