El coloquio de los perros, ¡qué gozada! Miguel de Cervantes publicó sus doce Novelas ejemplares en 1613, tres años antes de morir. ¿O son once? El coloquio de los perros (ahora en Nórdica, con potentes y expresionistas ilustraciones de Antonio Santos), la última, aparece encajada en El casamiento engañoso, de la que es un colofón autónomo.

Al final de El casamiento engañoso, el licenciado Peralta lee un relato que le ofrece su amigo, el alférez Campuzano, mientras éste descabeza un sueño a su lado. Tal relato da cuenta de un portentoso suceso del que el alférez fue testigo: la nocturna conversación entre dos canes del vallisoletano Hospital de la Resurrección, Berganza y Cipión. Ambos acuerdan que Berganza contará su vida y Cipión escuchará a la espera de, en otra oportunidad, narrar la suya, a no ser que las luces del alba les priven para siempre del don del habla que inopinadamente les ha sido concedido. Cipión atiende la narración de Berganza y, en una suerte de diálogo platónico, la apostilla y, cuando es menester, la reconduce. Cipión no tendrá la ocasión de repasar sus andanzas.

A poco de iniciar la gratificante lectura, el lector comprende que está ante una especie de novela picaresca con afán tan crítico como ejemplarizante, según corresponde a la intención y a la titulación que Cervantes dio a su conjunto de novelas.

Berganza, en su perra vida, ha pasado de amo en amo, y eso permite a Cervantes un satírico retrato de las virtudes (pocas) y de los vicios (muchos) de la sociedad de su época. Al hilo de la narración de Berganza y de su vida itinerante, van desfilando matarifes, pastores, mercaderes, alguaciles, escribanos, soldados, brujas, poetas y, en fin, hasta, precipitadamente, alquimistas, matemáticos y arbitristas. También gitanos y moriscos, de los que Cervantes no tiene buena opinión, como no la tiene de casi nadie, sea guiado por el ácido pesimismo de su vejez, sea porque, efectivamente, aquella sociedad andaba engolfada en toda clase de engaños, robos, trampas, salchuchos, fingimientos y corruptelas.

Las duras peripecias vividas por Berganza dan lugar a 'cuentos', a pequeñas historias independientes, de igual modo que Cipión aprovecha los sucedidos que le cuenta su amiga para glosarlos y extraer de ellos reflexiones filosóficas, sociales y morales de mucha enjundia sobre temas varios, que no pocas veces desembocan en breves compendios sentenciosos, en concentradas enseñanzas y ágiles conclusiones. Cipión, eso sí, intenta que Berganza y él mismo eviten la murmuración, la prédica adoctrinante y, no sin ironía y en un pasaje memorable, la generalización.

No es de extrañar que hace bien poco Els Joglars, con dirección e interpretación de Ramón Fontseré –y con demasiadas morcillas de actualidad-, pusieran en pie una adaptación teatral del regocijante y, a la vez, sombrío texto cervantino, pues es plenamente actual sin necesidad de subrayarlo y correr el riesgo de trivializarlo. Muchas cosas han cambiado en España, qué duda cabe, desde aquellos siglos XVI y XVII, pero la aguda mirada de Cervantes nos desvela que hoy seguimos enmarañados en muy parecidas fechorías e iniquidades, podrido el tejido de la vida comunitaria.

Aunque Cervantes, como él mismo llega a sugerir, se cuida –otra vez con ironía- de la censura y no digamos del eventual escrutinio de la Inquisición, sorprende su actualísima requisitoria de los ricos, los poderosos y algunos servidores públicos. No sólo habla de los pastores, no, cuando Berganza descubre y cuenta que eran ellos los que descuartizaban el ganado y, ante su dueño, acusaban a los lobos. Y escribe: “¿Quién podrá remediar esta maldad? ¿Quién será poderoso a dar a entender que la defensa ofende, que las centinelas duermen, que la confianza roba y el que os guarda os mata?“.

La a veces inocente Berganza comenta en una ocasión: “Ambición es, pero ambición generosa, la de aquel que pretende mejorar su estado sin perjuicio de tercero”. Y Cipión, perro viejo, con fulminante causticidad, dictamina: “Pocas o ninguna vez se cumple con la ambición que no sea con daño a tercero”.

Lejos de mí impugnar la ambición, motor de tantas mejoras y creaciones individuales y colectivas. Sin embargo, las páginas de los periódicos están hoy llenas de personas que, en efecto, por cumplir mal con su ambición o cumplir con una ambición maligna mucho daño han hecho a terceros. Y a todos.