[caption id="attachment_325" width="150"] Slawomir Mrozek[/caption]
Slawomir Mrozek, otra vez. Hace un año escribí aquí mismo a propósito de La vida para principiantes (2013), una especie de diccionario temático de grandes y no tan grandes asuntos, en el que el escritor polaco desplegaba su finísima inteligencia, toda su capacidad satírica y su inconmensurable sentido del humor negro. Poco antes había disfrutado, reído a carcajadas, con los relatos cortos de El elefante (2010). La verdad es que soy fan acérrimo de Mrozek desde que, a comienzos de los 70, siendo estudiante, ví una representación de su obra teatral En alta mar (1961).
No estoy seguro de si La vida para principiantes fue su último libro publicado. Mrozek murió el año pasado, a los 83 años, en agosto, aunque él estaba convencido de que moriría en mayo, pues varias veces, en mayo, le sucedieron cosas terribles.
El ictus, por ejemplo. Le sobrevino un ictus en mayo de 2002. Salvó el pellejo, pero le quedó como secuela una severa afasia, esto es, una dificultad extrema para poder utilizar y comprender el lenguaje, unida a una pérdida casi completa de la memoria. Algo tremendo para cualquiera, pero crucial para un escritor.
Sin embargo, Mrozek, gracias a un tratamiento, se fue recuperando poco a poco. Y también gracias a Baltasar, el libro que Acantilado acaba de publicar. Cuando estuvo un poco mejor, su terapeuta le recomendó –para matar dos pájaros de un tiro- que tratara de escribir sus recuerdos. Y lo fue haciendo con ayuda, y eso es Baltasar: sus memorias.
Con una importante alusión a los años conflictivos que pasó en México –donde buscaba un tranquilo paraíso y no lo encontró-, Mrozek hace un recuento de su infancia y primera juventud –lo que incluye, claro, los devastadores años de la Segunda Guerra Mundial-, su desarrollo como escritor bajo la dictadura y la censura comunistas, sus viajes y exilios en Francia e Italia –sobre todo- y su regreso a Polonia después de la caída del régimen prosoviético. Mrozek volvió a abandonar su país, y acabó muriendo en Niza.
Baltasar es un libro escrito en serio. Entendámonos: el lector no encontrará en él, en toda su potencia, el humor entre kafkiano y absurdo propio de Mrozek, si bien, no pocas veces, advertirá una desenvoltura en las expresiones, ciertas cosas contadas con una especie de media sonrisa, compatible con el dolor y la tristeza que tantos hechos personales y colectivos fueron dejando en su ánimo.
Algunos malos lectores de memorias –o lectores de malas memorias- se impacientan cuando no encuentran grandes personajes, cotilleos –digámoslo abiertamente-, “negritas” salpimentadas. Incluso Arthur Koestler llegó a decir que es difícil interesar al lector con historietas de la infancia, de las abuelas. Con el olor de la sopa en la mesa familiar. Eso depende.
Baltasar –según se deduce de lo dicho más arriba- trata tanto de los pequeños hechos del contexto familiar y comunitario como de los fuertes y dramáticos acontecimientos históricos en los que se insertan, y la agudeza de la mirada de Mrozek, su excelente escritura y sus impagables y muy libres observaciones hacen que, en todo momento, el relato atrape y seduzca.
Cuenta Mrozek que, estando en México con su segunda esposa –la primera murió de cáncer-, tuvo un grave episodio de salud y que, ingresado en el hospital, sólo pensaba en escaparse. El escritor narra lo que sucedió finalmente –que no desvelo-, y luego hace la siguiente apostilla: “El desenlace de aquella historia me reveló la existencia de una ley que sólo al cabo de muchos años aprendí a poner en práctica: en la vida, las situaciones difíciles o complicadas se solucionan solas, mientras que las situaciones aparentemente sencillas suelen complicarse sobremanera”.
Ciertamente, la mayoría de la gente no piensa como Mrozek, que lo sencillo y tranquilo de una situación sea lo que está acechado por enormes complicaciones, aunque sepa que cualquier bonanza puede estropearse. Pero, desde luego, suele ser la inacción perezosa o abrumada la que evita tomar cartas en la solución de una situación difícil y no la creencia de que todo lo complicado se soluciona solo. No obstante, y bien mirado, admitiendo o no la existencia de la ley que Mrozek define como universal, también hay gente que cree que el tiempo y sus azares arreglan cualquier cosa sin que sea necesario mover un dedo.