Una pequeña cámara entra en la casa con jardín en la que viven tres mujeres: la abuela, su hija separada y su nieta adolescente. Es la chica quien introduce el artilugio, pues debe realizar un trabajo escolar, una entrevista. Tras algunas vicisitudes, la muchacha opta por entrevistar a su abuela, cuyos recuerdos parecen flaquear por un inicio de Alzheimer, y a partir de ahí se iniciará una cadena de entrevistas entre todos los personajes, en la que también participará un joven fisioterapeuta que llega al hogar para atender a la anciana.
El arte de la entrevista es la última obra de Juan Mayorga, estrenada en el Teatro María Guerrero (CDN). El dramaturgo indica cómo una cámara confiere protagonismo a quien se sitúa ante ella y aviva la curiosidad de quien la maneja, de manera que es capaz de desatar una espiral de curiosidades y confesiones, tal vez inéditas, con resultado imprevisible y con una relación insospechable con la verdad –y las diferentes verdades-, siendo éste uno de los temas de la pieza. Mayorga alerta sobre el uso ético de la cámara y de la difusión de lo grabado, en un apunte que parece querer alcanzar a la responsabilidad de la televisión e, incluso, del periodismo en general.
Pero el asunto central es otro, un asunto que tarda un poco en aparecer y en crecer tras un arranque un tanto premioso, con demasiado preámbulo. ¿Qué sabemos de los otros, de los miembros de nuestra propia familia, de su pasado común con el nuestro? La cámara excita una indagación y unos testimonios que cuestionan no sólo lo que creemos saber, sino la actividad de nuestra memoria para la fijación de la historia compartida. Aparecen la evidencia y la conciencia –más o menos reprimidas siempre- de los secretos y mentiras que toda familia guarda bajo sus alfombras. Aparecen las construcciones falsas e interesadas de la propia memoria, que, aun contando en origen con datos contrastados, procedió a elaborar y quedarse con un relato incierto, inventado. Y, más allá de las manipulaciones voluntarias e involuntarias, aparecen también las sorpresas: alguien supo siempre (y calló) algo que alguien creía que nadie sabía. ¿Y los engaños que uno se ha procurado a sí mismo? ¿De qué servirá –de qué sirve- conocer, al fin, la verdad de lo ocurrido, la verdad de lo que fuimos y su influencia en lo que somos? ¿Y si esa supuesta verdad, manipulada en el pasado, viene ahora a manipular el presente y el futuro?
En un momento dado, el fisio pregunta a la abuela: “Y su marido, ¿cómo era?”. Y la abuela –una expresiva Alicia Hermida, tan frágil como fuerte- responde: “Tiene que preguntarme cosas que pueda responder”.
Estuvo casada con su marido 37 años, se nos informa, pero no sabe decir cómo era él. Acabamos de ver películas como Agosto –también obra teatral- y Nebraskaque tratan igualmente esta cuestión, que, por algún motivo, se ve que tiene una importante actualidad. Contando, desde luego, con los secretos y las mentiras, con la debilidad o las deformaciones de la memoria, con los demonios y fantasmas alojados entre las cuatro paredes de la convivencia familiar –que alguna vez irrumpen con fiereza-, ¿qué sabemos los unos de los otros, qué saben los hijos de los padres, qué saben los padres de los hijos? Y conocer los más relevantes hechos velados o transformados no sirve para aclararlo todo. Siempre hay algo perteneciente a un mundo más interior que nunca acaba por salir a la luz. Puede ser menos llamativo que ciertos acontecimientos tapados, ¿pero quién podría establecer que de menor trascendencia? La abuela tiene una idea: lo decisivo es con quién vives la vida, con quién ves la película (aunque no la entiendas). Y no tener miedo.