[caption id="attachment_483" width="153"] El escritor francés visitó la capital navarra en 1843.[/caption]
Los Sanfermines se celebran en Pamplona bajo la advocación del “santo bebedor” Ernest Hemingway y del potente efecto universal de su novela Fiesta (1926). Pero otros escritores de renombre pasaron por la ciudad y, al margen o no de festejos, dejaron impresas sus observaciones, más o menos favorables –de todo ha habido, como es natural- según la época del viaje y las circunstancias del viajero. A los españoles suelen interesarnos estos juicios, y diría que está por hacer un libro que abarque las observaciones de todos esos visitantes ilustres sobre todas las ciudades visitadas. Tarea ingente, en verdad, en la que ha destacado el recuento de lo dicho por los viajeros románticos ingleses y franceses.
Aprovechando las fechas, traigo aquí un librito mínimo que, siguiendo la costumbre de la editorial Casimiro, es un extracto de una obra de mayor extensión y envergadura. Se trata del titulado Pamplona para la ocasión y recoge las notas que Víctor Hugo (1802-1885) elaboró en forma de diario durante su estancia -¿tres días?- en la capital navarra en agosto de 1843. Lo extractado pertenece al libro Viaje a los Pirineos y los Alpes, publicado póstumamente en 1890 y que podemos leer completo en castellano en la edición de Alhena Media.
Hay que recordar que Víctor Hugo, por el empleo militar de su padre, vivió unos meses de niño en Madrid en 1811 y que siempre conservó un palpable interés –piénsese en sus tragedias Hernani (1830) o Ruy Blas (1838)- por la gente, la cultura y la historia españolas.
Procedente de San Sebastián, Hugo llegó a Pamplona por Tolosa en unos días veraniegos de buen tiempo, lo que sin duda contribuyó a que formulara, en términos generales no exentos de matices negativos, una opinión favorable sobre la ciudad –tocada por el guerracivilismo entre carlistas y liberales-, que queda reflejada en una frase relativamente divulgada y que, tal vez, sigue teniendo vigencia ahora mismo: “Pamplona es una ciudad que da mucho más de lo que promete”.
El viajero Hugo se encontró con que había una feria que no le causó gran entusiasmo y que estaban listas las instalaciones para celebrar en los días siguientes unas corridas de toros en la Plaza del Castillo, plaza que, pese a su actual buen predicamento, no le gustó.
Las observaciones de Víctor Hugo tienen interés, pero son bastante limitadas. Habla muy poco de la gente, de sus costumbres y de la vida cotidiana, y se centra, cual turista guía en mano, en las iglesias, en algún palacio, un poco en las murallas y, en lo que un antiguo traductor muy literalmente afrancesado llama “la casa de la ciudad”, o sea, el ayuntamiento –“elegante”- y su célebre plaza.
Incurre el gran escritor en alguna contradicción, pues en un momento habla, sorprendentemente, de que las calles tienen “un no sé qué de vivaracho y luminoso” y más tarde dice que “Pamplona permanece triste y silenciosa todo el día”, si bien al caer el sol –otra sorpresa- “la alegría resplandece”.
Víctor Hugo, como es natural, visitó la catedral, y con sus palabras contribuyó al desprestigio de su fachada y de sus torres, si bien se quedó maravillado por su claustro y por el interior del templo, en el que a las cinco de la mañana fue testigo de una misa oficiada por un anciano y renqueante sacerdote ante una única vieja acurrucada junto a una columna. Esta escena es, desde el punto de vista literario, lo mejor del libro.
Como era habitual en él, Hugo se explaya con breves y no tan breves formulaciones de corte ensayístico en las que vuelca su frondoso pensamiento.
Hay una que tiene una actualidad inevitable. Primero dice: “Todo ser débil tiene derecho a la bondad y a la compasión del ser fuerte. El animal es débil, puesto que es ininteligente. Seamos, pues, buenos y compasivos por él”. Y añade a continuación: “Hay en las relaciones del hombre con las bestias, con las flores, con los objetos de la creación, toda una extensa moral apenas entrevista, pero que acabará por abrirse paso y será el corolario y el complemento de la moral humana. Yo admito las excepciones y las restricciones que son innumerables, pero para mí es cosa cierta que el día en que Jesús dijo: “No hagáis a otros lo que no quisierais os hicieran a vosotros”, en su pensamiento “otros” tenía una acepción inmensa; “otros” iba más allá del hombre y abarcaba el universo”.
He aquí, pues, que Víctor Hugo, en 1843, encuentra un fundamento cristiano y moral para proponer, de forma pionera, el respeto a los animales, a la naturaleza y, en fin, al medio ambiente.