[caption id="attachment_756" width="250"] Jakob Wassermann[/caption]

La novela histórica es, ahora mismo, un género muy frecuentado y muy manoseado. En España, tiene decenas de cultivadores, algunos de ellos muy valorados por sus fieles lectores. Se constata que para ciertos autores que se venían desenvolviendo en otros géneros (o sin género), la novela histórica –como la policíaca- es una oportunidad de ampliar audiencias marchitas o de hacerse con otras nuevas. La novela histórica está de moda y parece ofrecer garantías de éxito a escritores y editores, siempre que el artefacto argumental esté nutrido de abundantes personajes y episodios y no falten toques de misterio, violencia y sexo que “atrapen” –ésta es la palabra- a sus lectores.

Recordar a Flaubert, Wilder, Steinbeck, Yourcenar, Vidal, Burgess, Graves, Galdós y tantos otros lleva a reconocer la alta calidad literaria que pueden alcanzar las novelas históricas, lejos de la funcionalidad de la trama y del lenguaje asequible.

El austríaco Jakob Wassermann (1873-1934) obtuvo buenos resultados con sus ficciones históricas. Estuvo además muy interesado por el devenir de la cultura española y ahora se publican de él Colón, el Quijote de los océanos (Impedimenta), una biografía novelada del descubridor, y Doña Juana de Castilla (Mármara), una “nouvelle” sobre la aciaga peripecia de quien mejor conocemos como Juana la Loca, hija de los Reyes Católicos, esposa de Felipe el Hermoso y madre del emperador Carlos I. La traducción es de Carlos Fortea.

Wassermann, que dio a la imprenta su libro en 1906, recoge personajes y hechos históricos, inventa unos y transforma otros. La figura de Juana, su extravío y su tragedia interesaron mucho en Europa, especialmente durante el Romanticismo.

Arrebatadamente romántico es el tono y el fondo de Doña Juana de Castilla, un texto que se asoma al goticismo, al fantástico e, incluso, al terror. Wassermann escribe con cierto amaneramiento y retórica propios de otra época, pero, al estricto cuidado del lenguaje literario, se añade tal intensidad emocional y tal capacidad de crear una imaginería fantasmagórica y atroz que el relato se impone desde el primer momento.

La extraña infancia de Juana, su rechazo inicial a Felipe, su arrebatada entrega posterior a él, sus celos desatados, la muerte del esposo, el viaje emprendido con su cadáver y su encierro y muerte en Tordesillas son los hitos principales de una narración muy rítmica y sincopada.

Wassermann atribuye a Juana –corroída por los celos- el envenenamiento de Felipe y, posteriormente, la lleva al paroxismo de la locura de amor con su errante viaje con el féretro y los restos del duque, que el autor austríaco prolonga por el corazón de Europa.

Wassermann cuenta que Juana encargó e hizo colocar un reloj en el interior del cadáver de Felipe. Con ello, y al escuchar su tic-tac pegada a su pecho, se hacía la ilusión y llegaba a creer que el corazón de su esposo latía, que todavía estaba vivo.

A propósito del demencial viaje, escribe Wassermann: “Cuatro mulos tiraban del féretro, veinticuatro hombres con antorchas en las manos lo acompañaban. El aspecto de aquellos hombres era espantoso, sus rostros estaban ennegrecidos por el hollín de las llamas. En muchos lugares, la gente se escondía al ver la espantosa caravana. También entre la gente de Juana se extendió un ambiente de lúgubres presagios, y algunos emprendieron en secreto la fuga…”

Son sólo unas pinceladas tomadas de las muchas páginas que Wassermann dedica al enloquecido y espectral viaje a ninguna parte de Juana y sus fieles con el cadáver de Felipe, cuya atmósfera concuerda con el célebre cuadro de Francisco Pardilla que puede verse en el Museo del Prado.