Siete cuentos, algunos escritos por encargo o para formar parte de otras creaciones culturales, componen Capricho de la reina (Anagrama), la última entrega literaria de Jean Echenozdespués de su magistral 14, su novela de amor y guerra.
Les llamamos cuentos, provisionalmente, para entendernos, ya que varios de los textos, no tienen meollo narrativo, notoriamente el que da título al libro y otro largamente titulado Veinte mujeres en el parque de Luxemburgo y en el sentido de las agujas del reloj, descripción a modo de peculiar ficha de las estatuas de mármol de reinas y notables damas de Francia ubicadas, alrededor del estanque, frente al parisino Palacio de Luxemburgo. Da lo mismo, son dos piezas soberbias que nos traen un aroma de metaliteratura sin cansar.
Por el contrario, y amén del titulado En Babilonia –donde Heródoto es víctima del medido sarcasmo de Echenoz-, dos cuentos de enorme pulso narrativo y extraña atmósfera revalidan las confirmadas dotes del escritor francés. Me refiero a Ingeniería civil y a Tres bocadillos en Le Bourget.
En el primero, Echenoz –que es ingeniero civil- parece querer contar la pasión de un colega jubilado y viudo por los grandes puentes del mundo –que visita uno a uno- para terminar contando una trágica e imprevista historia de amor ni siquiera iniciada. En el segundo, el raro plan de tomar bocadillos en varias excursiones a la periferia de Parísderiva en una precisa descripción de la decadencia y la transformación social de las afueras.
La precisión, claro. Sigue siendo el gran instrumento estilístico de Echenoz, un escritor que saca petróleo de una mínima inversión en palabras, de un puntillismo frío que es capaz de generar –con el concurso de un humor omnipresente y cáustico- grandes y cálidas ráfagas de emociones y de ideas, que, a veces, comentan con ironía la tarea del propio escritor, como cuando dice, insuperablemente, que la copa de vino de Côtes de Rhone que siempre pide uno de sus personajes “se había convertido en una idea fija, incluso en una sujeción que no me atreveré a llamar estilística”, en divertida alusión a sus mismos recursos literarios.
Y, ojo, esas palabras mínimas no son nunca unas palabras cualquiera. Se trate de hablar de las construcciones de Babilonia o de los elementos constitutivos de un puente, los exactos y variados nombres de las cosas conforman una placentera textura literaria que satisface por sí misma sin añadidos ni colorantes. La primorosa traducción es de Javier Albiñana.
El excursionista que viaja en tren a Le Bourget para comer bocadillos a capricho se encuentra ante la fachada de un gran cine “difunto”, el Aviatic: “dicha fachada no servía ya evidentemente más que para que la gente se apoyase en ella mientras esperaba el bus 152”. El 152, exactamente.
Y añade Echenoz: “Sin embargo, ese cine había tenido muy buenos comienzos. Llamado así por su proximidad con el aeropuerto, L’Aviatic había abierto entreguerras: tras la espléndida fachada decorada en relieve, era entonces una inmensa sala de 1.200 asientos donde se agolpaba una enormidad de gente y que, treinta años después, se equipó para proyectar películas de 70mm y que, diez años después, fue derribada para dar paso a un multicine de tres salas y que, veinte años después, cerró definitivamente sus puertas y que, en la actualidad, adquirido por el restaurante aledaño del mismo nombre, se hallaba en tal estado de abandono que daban ganas de echarse a llorar: historia del cine”.
Historia del cine, sí. Para echarse a llorar, sí. Perfecto resumen del esplendor y caída de los templos que albergaban el arte más popular de todos los tiempos. En Le Bourget, en Madrid, en cualquier parte, terrible decadencia y pérdida. A la espera de…