La puerta del cielo es el título de la primera película importante que dirigió, en 1944, Vittorio de Sica (1901-1974) y también de un relato memorialístico, encontrado hace unos años por su hijo Manuel entre los papeles del cineasta y ahora editado por Confluencias.
Con traducción de Natalí Andrea Lescano Franco y prólogo de Diego Moldes, La puerta del cielo no puede ser calificada, en absoluto, como “novela autobiográfica” – como se afirma en la contraportada- ni constituye, en sentido estricto, unas “memorias”, como, contradictoriamente, se dice en la portada.
Con intención memorialística, sí, La puerta del cielo es un inacabado, esbozado y parcial recuento autobiográfico del grandísimo actor y director que recoge parte de su vida y parte de su actividad artística entre su nacimiento y 1952, el año en el que De Sica culminó su prodigiosa tetralogía neorrealista, integrada por El limpiabotas (1946), Ladrón de bicicletas (1948), Milagro en Milán (1950) y Umberto D (1952).
Con probabilidad, De Sica escribió su manuscrito como un borrador de unas posibles y futuras memorias nunca culminadas. Es un texto que, aunque suficientemente hilvanado, resulta a todas luces incompleto, con lagunas clamorosas y silencios deliberados.
En lo personal, por ejemplo, De Sica no aporta nada sobre su matrimonio con Giuditta Rissone -madre de su hija Emi- y sobre su inmediatamente posterior y simultánea relación con la actriz española María Mercader. Tres bodas y un divorcio efectivos hicieron falta para que De Sica abandonara una bigamia “de facto” -y me temo que “de iure”- para convertir a María en legal esposa y madre de sus dos hijos extramatrimoniales -Manuel y Christian- hasta su muerte.
El actor y director, de tambaleante y firme ideario católico, tuvo durante años dos parejas y dos familias -con cenas de Navidad y cumpleaños duplicados- hasta que, como decía, normalizó su relación con María Mercader, quien escribió un libro sentimental, enamorado, sufriente y tremendo, Mi vida con Vittorio de Sica, editado en castellano por Plaza y Janés, en el que aflora un De Sica ludópata, machista y donjuanesco, y, eso sí, genial y encantador para ella.
En lo profesional, en La puerta del cielo, hay anécdotas e historias sobre su inmortal tetralogía y otras películas anteriores, pero, en su mayoría, ya nos eran conocidas. No hay revelaciones. Las carencias son enormes. De Sica menciona de pasada, por ejemplo, a Cesare Zavattini y a Roberto Rossellini, ¡nada menos!, y nada concluyente dice sobre ellos, dos gigantes.
¿Y por qué un libro tan imperfecto y desarbolado es, al mismo tiempo, un libro muy grato de leer sobre todo para los cinéfilos? Pues por otras razones. Enumero algunas: el conmovedor retrato que hace De Sica de su entusiasta padre y de sus relaciones con él, la cantidad de pequeños episodios banales que remiten al disparate de la vida italiana y de la comedia neorrealista y, por último, la narración de su aprendizaje y experiencias como actor de teatro y cine, muy en la línea, para que se me entienda, de la atmósfera de El viaje a ninguna parte, de nuestro Fernando Fernán Gómez. Esa mezcla de humor y patetismo, tan italiana y tan española, es insuperable.
Un botón de muestra, un lance que conjuga uno de esos episodios “a la italiana” con la evocación del padre. El niño De Sica se presenta a protagonista de una función teatral organizada por una asociación católica: “Había que elegir al protagonista del drama religioso en honor al niño mártir San Tarsicio. Los dos seleccionados entre los cuarenta niños de la misma edad éramos Colasanti, de trece años, y yo, de doce. Desafortunadamente, me eligieron a mí porque Colasanti no caía bien. Él formó parte del grupo de aquellos que debían matar a pedradas a san Tarsicio, que llevaba las hostias consagradas a los cristianos encerrados en las catacumbas.
Todos los demás niños arrojaban piedras hechas por el buen padre Grossi con tela de saco y serrín; sin embargo, Colasanti tiró piedras de verdad. Me desvanecí en plena escena porque una piedra me golpeó en la frente, pero todos, en la platea, incluido mi padre, aplaudieron con entusiasmo, admirados del auténtico modo de morir de aquel san Tarsicio interpretado por el niño de doce años, De Sica”.
¿Qué añadir? Nada. ¡Insuperable! ¡Cómo echamos de menos la comedia italiana de los 40 y 50, incluso de los años siguientes. Y de los siguientes a los siguientes!