[caption id="attachment_897" width="195"] François Sureau[/caption]

El camino de los difuntos (Periférica) es un relato confesional destinado a reconocer públicamente un error, describir el consiguiente sentimiento de culpa y, a la postre, y por el procedimiento mismo de la confesión, efectuar un intento de descargo de conciencia. Por las características de sus protagonistas, del episodio relatado y del tiempo en el que se desarrolla, adquiere la condición de testimonio histórico.

El autor, el novelista francés François Sureau (París, 1957), fue juez y abogado en su primera etapa profesional. En el tiempo de los hechos, tenía ideas izquierdistas. Parece ser católico. Tiene publicado un libro, Iñigo (2010), sobre San Ignacio de Loyola. En Gallimard, como todos los suyos.

Sureau, con un estilo sobrio, directo y sombrío –que no excluye una contenida emoción-, cuenta –con traducción de Laura Salas Rodríguez- lo siguiente. Con veintipocos años, era miembro de la Comisión de Apelaciones que emitía el dictamen final sobre los recursos presentados por extranjeros a los que se había negado el estatuto de refugiado o su renovación.

A principios de los años 80, dicha comisión escuchó al vasco Javier Ibarrategui y denegó la renovación de su estatuto. Sureau proporciona estos datos esenciales sobre Ibarrategui: nacido en Zestoa, con carrera de Letras, maestro, militante de ETA en los años 60, miembro del comando que asesinó al policía Melitón Manzanas, desligado a continuación por completo de la organización, crítico por escrito –y criticado por ello- con el asesinato del almirante Carrero Blanco, con estatuto de refugiado y trabajo en Francia durante diez años.

Las páginas culminantes del breve relato de Sureau son las correspondientes a la vista y discusión del recurso de Ibarrategui en la Comisión de Apelaciones y, en concreto, el retrato que hace de Ibarrategui, de su actitud, de sus palabras. El antiguo etarra, con lentitud y dignidad –dice Sureau-, dio las gracias a Francia por haberle acogido durante diez años, manifestó que no deseaba permanecer ilegalmente en el país si se le negaba la renovación de su estatuto y que, en tal caso, volvería al País Vasco. Y expresó un temor: creía que podría ser asesinado por los GAL, en plena actividad entonces.

La Comisión deliberó y le negó la renovación del estatuto de refugiado. Sureau estaba de acuerdo con esa decisión. Antes, Ibarrategui, mirándole, “dijo que no deseaba, si llegaban a asesinarlo, que nadie se sintiera responsable de su muerte. Ahora sé que era sincero. Pero, en aquel momento, esa frase nos puso en su contra. Era como una bofetada que no creíamos merecer. Un chantaje moral. Inclinó la cabeza ante nosotros y salió sin mirar atrás”.

Sureau, que había actuado según su recto entender, se sintió, sin embargo, mal. Pidió una excedencia de dos meses. Nunca más volvió a formar parte de la comisión. A las pocas semanas, leyó en Libération que Ibarrategui había sido asesinado en la Plaza de San Nicolás de Pamplona por un comando de los GAL.

Picado por la curiosidad y el interés, he buscado con constancia en varios sitios de internet datos sobre Javier Ibarrategui y los hechos narrados por Sureau. No he encontrado a nadie con ese nombre y apellido que protagonizara los distintos sucesos abordados por Sureau. ¿He buscado mal, insuficientemente? ¿Ha cambiado Sureau, por los motivos que sean, la identidad real de su personaje? No lo sé, y me gustaría saberlo.

La culpa, la culpa. La larga mano de la culpa, la larga sombra de la culpa, el largo recorrido de la culpa.

La culpa es el hueso de melocotón de El camino de los difuntos. Con angustia, así se expresa François Sureau: “La culpa tiene poderes de los que el amor carece”.