[caption id="attachment_967" width="510"] Michael Fassbender interpretando al rey Macbeth en el nuevo filme de Justin Kurzel[/caption]

“Echemos el lomo de astuta culebra;/su unión con el caldo el infierno celebra;/ garguero de buitre y de vil renacuajo;/ alas de murciélago, pies de escarabajo,/ ojos de lagarto, lengua de mastín,/ plumas de lechuza y piel de puercoespín./ Así nuestro hechizo, y al hado le pese,/ desgracias y horrores igual contrapese…”

Estos ocho versos forman parte de las palabras pronunciadas por las tres brujas en su sortilegio, uno de los pasajes más literariamente logrados de Macbeth y también uno de los más célebres. En la adaptación cinematográfica que ha hecho Justin Kurzel no tenemos la oportunidad de escucharlas. Kurzel ha entrado a saco en el texto de William Shakespeare.

Los principales directores que llevaron hasta hoy Macbeth a la pantalla también hicieron su personal versión, siempre basada en el aligeramiento del texto. Probablemente, sea imposible –o no aconsejable- respetar la totalidad del texto shakespeariano, tanto en el cine como en una representación teatral actual. ¿Cuánto duraría?, ¿podría el espectador seguirlo con la debida atención, con placer, sin cansarse?

La versión cinematográfica de Orson Welles (1948) duró –en alguno de sus montajes- 105 minutos; la de Akira Kurosawa, con el título de Trono de sangre (1957) –que se desarrolla en el Japón del siglo XVI-, duró 110; la de Roman Polanski (1971), la más larga y sangrienta, duró 140, y ahora la de Kurzel dura 113 minutos.

Es bueno recordar que el teatro puede y debe leerse. Hay en las librerías varias traducciones al castellano de Macbeth. Yo tengo una antigua, de la Colección Austral, que ha sido muy preponderante, difundida y criticada, debida a Luis Astrana Marín, una traducción histórica, como saben los especialistas. La lectura de Macbeth, en la calma del butacón, degustando las palabras, pudiendo releer y subrayar, yendo al ritmo adecuado para cada uno, es muy placentera –horror aparte- y altamente recomendable.

Kurzel y sus guionistas han metido, como digo, mucha tijera, no sólo a las brujas (Las Hermanas Fatídicas), sino por todas partes, buscando una intensidad basada en la fluidez de lo esencial. Ortodoxos y puristas dirán lo que tengan que decir, pero, en mi opinión, Kurzel ha conseguido hacer una buena película. Eso no quita para que se puedan lamentar, por objetar algo, los recortes sufridos por un personaje tan capital como Lady Macbeth –que queda muy adelgazada en el proceso de su deterioro- y también por Malcolm, el hijo del asesinado rey Duncan, cuya vidriosa e inquietante personalidad carece de relieve.

Astrana Marín remarca en su prólogo lo que ya es sabido: Macbeth es la tragedia de la ambición. Macbeth asesina a Duncan, instigado por su esposa, impaciente por que se cumpla la profecía de las brujas, que le han asegurado que llegará a ser rey. Obsesionado con otros candidatos al trono –y con el aviso de que él no engendrará reyes-, Macbeth se entrega a una orgía de sangre.

Macbeth es también la tragedia del hombre débil, manejado por una esposa que le cuestiona su hombría si no es capaz de satisfacer su ambición. El precio del poder, la traición, la culpa, la crueldad o la tiranía son otros ingredientes de esta tragedia bañada en sangre y en niebla.

Podría temerse, por algún rasgo inicial –cámara lenta, monocromía fáctica-, que Kurzel abordara su trabajo desde una perspectiva posmoderna y esteticista. Pero no es así. Su película tiene personalidad estética en los colores o en el deliberado uso de muchos exteriores, pero es contundente. Y, además, cuando tiene que templar, Kurzel templa, es capaz de mantener la cámara quieta en un parlamento o en una situación que requieren que toda la fuerza y todo el significado dramático lleguen al espectador sin distracciones. Eso potencia el trabajo de los actores, enteros ante la cámara, con la responsabilidad en sus manos. Michael Fassbender y Marion Cotillard, con algunos planos medios y primeros pletóricos –o rodeados de vacío-, están muy bien.

En el acto V, al borde del desenlace, Macbeth, desesperado, virtualmente derrotado y a punto de perder la cabeza –literalmente-, pronuncia la sentencia más conocida y perdurable de la tragedia: “¡La vida no es más que una sombra que pasa, un pobre cómico que se pavonea y agita una hora sobre la escena, y después no se acuerda más…; un cuento narrado por un idiota con gran aparato, y que nada significa…!”

Estas palabras escritas por Shakespeare –traducción de Astrana- a comienzos del siglo XVII, contra los consuelos de la religión y de la razón, anticipan la narrativa y el pensamiento de los existencialistas, la noción del absurdo (y del teatro del absurdo) y la apelación al nihilismo, o sea, varias de las congojas que afligieron al hombre del siglo XX –y a su creación cultural- y que siguen coleando.