Manuel Arroyo-Stephens sorprendió hace menos de un año con Pisando ceniza (Turner), un singularísimo libro de recuerdos personales, crepuscular e impregnado del aliento de la muerte, magníficamente escrito, en el que destacaba el retrato y la evocación minuciosa de su amistad con José Bergamín.
En 1980, apareció Contra los franceses, confeso libelo de autor anónimo que fue devorado con regocijo y no poca estupefacción, pues pese a la presunta manía que en España se tiene a Francia –al menos desde la invasión napoleónica-, no todo el mundo estaba preparado para digerir su contenido, que el subtítulo del libro enuncia con claridad: “Sobre la nefasta influencia que la cultura francesa ha ejercido en los países que le son vecinos, y especialmente en España”.
Al contrario, ya desde antes de la Guerra de la Independencia -y, luego, a pesar de ella- abundaron, como es sabido, entre las élites culturales españolas -jamás entre el pueblo- los llamados afrancesados, admiradores sucesivos de la Ilustración, la Revolución -con cautelas- y, en general, de cuantas manifestaciones artísticas produjo y vinieron del país vecino, todavía hoy visto con envidia y tomado como ejemplo por su estímulo y protección a la cultura, sin olvidar su papel de acogedor de los numerosos españoles que tuvieron que huir de los demonios de su patria.
Todo ello, con gran despliegue de erudición, argumentos y humor, Arroyo-Stephens se lo pasa por el arco del triunfo, como podrá comprobar el lector que, ahora con su firma, lea la edición de Contra los franceses que acaba de editar Elba.
Después de sus logros en la Edad Media (y eso, con reservas), muy poco de interés ve el libelista en Francia, un país cursi, de escasa inventiva, experto en copiar y saquear bienes y hallazgos ajenos, ducho en aparentar un genio del que carece y en dar gato por liebre con su innegable capacidad para imponer modas y traficar con sus fules mercancías culturales.
¿Piensa realmente así Arroyo-Stephens? La pregunta hará sonreír, indignará o motivará su desprecio (o todo a la vez), pues, sea como fuere, el libelista ha elegido, sobre todo, el camino de hacer pensar al lector con un arsenal de datos y razonamientos que, pese a su apariencia de categóricos, disfrutan -y se disfrutan- transcurriendo por el filo de la navaja de la ironía, la exageración, el sofisma inteligente y, ¿por qué no?, la provocación.
Muy pronto establece Arroyo, sin despeinarse, la superioridad y originalidad de la creación cultural española frente a la francesa, aprecio entusiasta que hace extensivo a las aportaciones de Italia, Inglaterra y Alemania.
El título del primer capítulo del libelo es, a la vez, una premisa y una conclusión sobre los franceses: “Su vanidad fue siempre mayor que su talento”. A partir de ahí, Arroyo arremete contra su teatro -muy inferior al nuestro del Siglo de Oro y copiado de él-, contra Corneille -se solaza llamándole Cornelio-, contra su pintura -del rococó al neoclasicismo-, contra Voltaire -¡menudo zarandeo!- y los ilustrados, contra la Revolución y Napoleón -“esa vedete sangrienta”-, contra su novelística del XIX y, para redondear y hurgar donde más pueda doler ahora, contra los escritores y pensadores franceses del pasado siglo, con el “locuaz pillo” de Sartre a la cabeza.
Contra los franceses es una formidable cacería de los grandes animales de la cultura francesa, servida a la mesa, entre guiños y risas, con la guarnición de un sinfín de apetitosos y picantes comentarios, como, por ejemplo, cuantos vituperan el culto galo a la diosa Razón.
Muy pronto se atreve Arroyo-Stephens con afirmaciones de envergadura: “Los franceses han conseguido que su historia de la literatura cuente y sea importante en Europa, a pesar de no tener verdaderamente una literatura propia en el gran sentido de la palabra. La literatura de España ha creado géneros como la picaresca, la poesía mística, el romancero, un teatro nacional; personajes como Lázaro, la Celestina, don Quijote, don Juan, Segismundo (…) Pero a los franceses, ¿qué les queda después de casi seis siglos de literatura nacional? Muy poco”.
Hace años, Félix de Azúa publicó una conversación con Manuel Arroyo-Stephens, que le dijo: “¿No podría leerse este libelo que me ha hecho pasar tantas vergüenzas como un sarcasmo sobre el complejo de los españoles?” ¡Acabáramos! Y añadió: “Una cosa es escribir libelos y otra ser tonto”.