Conversaciones con George Steiner
Hace unas semanas, con ocasión de la reedición en Alianza de la histórica entrevista de François Truffaut a Alfred Hitchcock, reiteré mi entusiasmo no sólo por ese libro, sino por el género. Los libros de entrevistas o conversaciones me han deparado imborrables satisfacciones. En los mejores ejemplos, por supuesto, esas charlas largas, competentes, analíticas, reflexivas, bien resumidas y bien escritas, son excelentes oportunidades, insustituibles, tan eficaces como un ensayo crítico o biográfico, para hacerse cargo de la obra, la vida, las ideas y la personalidad de una gran figura.
Es el caso de Un largo sábado, el libro de conversaciones de la periodista francesa Laure Adler con George Steiner, que, con traducción de Julio Baquero Cruz, acaba de editar Siruela, completando su ya extenso catálogo de libros del crítico y pensador judío y puesto a la venta muy poco después de que la misma editorial diera a conocer Fragmentos, la última obra del maestro.
El judaísmo, el Holocausto, el estado de Israel, el conflicto de Oriente Medio, la religión o Dios son, como era de esperar, asuntos largamente tratados en Un largo sábado, y Steiner dice cosas muy interesantes, matizadas, distintas de lo habitual -como siempre- sobre todo ello, reconociendo, cuando procede, sus dudas, incluso sus contradicciones, y a sabiendas de que cuanto afirma puede resultar polémico o mal entendido.
Con el autor de La muerte de la tragedia se puede estar de acuerdo o no, como es natural, pero lo que resulta innegable es que, desde su agudeza de observación y raciocinio y desde su vastísima cultura y larga dedicación a la reflexión, Steiner es, si se me permite la expresión, una máquina de hacer pensar, un formidable mecanismo para estimular la opinión y el pensamiento de sus lectores.
Y Steiner, de la mano de Adler, habla en este libro sobre todo lo divino y lo humano, como suele decirse, sobre política, literatura, sobre los tiempos, las mujeres, el lenguaje (su gran especialidad), los libros, la música, la ciencia, el amor, el sexo, la eutanasia, la muerte… sobre casi todo lo que puede interesarnos. Y con extraordinaria claridad, todo se le entiende.
Adler, además, consigue que se muestre, que “se suelte”, que saque a relucir su humor, su lado pícaro, sus debilidades y hasta sus fobias e intransigencias, que las tiene. ¡Qué duro es nada menos que con Hannah Arendt o Simone Weil! No se puede decir que Steiner no sea transparente en sus libros, pero, gracias al bendito género de la entrevista, Laure Adler consigue una especie de plus a la hora de ponernos delante no sólo al intelectual, sino al hombre. Adler acaba haciendo un buen retrato íntimo.
Me voy a permitir un pequeña ligereza –no lo es tanto- con un libro tan enjundioso. Ya que he empezado mencionando el cine (Truffaut/Hitchcock), voy a consignar aquí un punto de vista de Steiner que no comparto en absoluto: “Uno ve una gran película –“Una salida al campo” (sic) de Renoir, “Los niños del paraíso”, “El tesoro de Sierra Madre”-, uno la ve dos, tres veces (lo he hecho, es estupendo), pero, a la cuarta vez, está muerta. Totalmente muerta. Veo una obra de teatro cinco veces, diez veces: es algo nuevo cada vez. Todavía estoy esperando a que alguien me explique por qué la mejor película del mundo muere al cabo de cuatro o cinco proyecciones. Tal vez sea una forma artística estrictamente efímera. Me cuesta explicarlo”.
Le cuesta explicarlo, claro. Le cuesta explicar su propia experiencia subjetiva con las grandes películas. Los distintos montajes de una pieza teatral renuevan o refrescan la percepción del texto. ¿Steiner no considera muerta una gran novela después de leerla cinco veces en su misma literalidad? ¿O un cuadro después de contemplarlo repetidamente? Muchísimos espectadores hemos visto cinco, diez, quince veces la misma película y, si lo hemos hecho, es porque no la hemos considerado “muerta”. Al contrario. Steiner tiene algún problema con el cine. Emite, sin embargo, un juicio categórico que nos sirve de alerta para comprender que, en otros campos, también mezclará, como es inevitable y perceptible, su subjetividad con su juicio fundado. Siempre nos hará pensar. El cine, en efecto, tiene mucho de efímero, pero, paradójicamente, también de perdurable. ¿O acaso cuando vemos “El tesoro de Sierra Madre” no sentimos que Bogart, irremediablemente muerto, está vivo ante nosotros? ¿Pensamos igual de Flaubert al leer Madame Bovary una y otra vez? El cine es, precisamente, una extraña forma de vencer a la muerte. Una de las pocas.