[caption id="attachment_1227" width="250"] Francesco Piccolo[/caption]

Me siento en deuda con Francesco Piccolo (Caserta, 1964). Su último libro, Momentos de inadvertida infelicidad (Anagrama), descansaba mortecino sobre mi mesilla de noche desde hace meses. Al fin, en una noche de insomnio, lo he leído. Y disfrutado.

¿Por qué no lo había leído antes? Me avergüenza, en cierto modo, confesarlo. Leí una entrega anterior, Momentos de inadvertida felicidad (también en Anagrama), me gustó y escribí aquí sobre él. Con el tiempo, olvidadizo y desagradecido, desarrollé la idea –que ahora encuentro injusta- de que la brevedad, el carácter fragmentario, el ingenio y la gran capacidad de observación de Piccolo quitaban peso –se trata, sí, de un prejuicio acerca de la levedad- a sus virtudes estrictamente literarias. Algo incomprensible, en mi caso, pues soy muy partidario, entre otras cosas, de la ligereza inteligente.

Hojeé este segundo libro, y aparte de comprobar su estricto parecido con el anterior -alternancia de breves apuntes y comentarios con pequeños relatos cortos-, recelé de su probable condición de secuela del éxito precedente. ¿Y qué?

Con el mismo procedimiento, pues, lo que ahora hace Piccolo es recoger decenas de instantes, palabras o hechos mínimos de la vida cotidiana -pareja, familia, amistad, calle, trabajo…- que le causan, más que infelicidad, malestar, contrariedad, enojo o molestia y mezclarlos con breves narraciones, con escuetas ficciones, que acogen idénticos inconvenientes y desagrados.

Sin pensármelo mucho, tres ejemplos: “Recoger la mesa con los platos sucios de salsa y tener que echar esos restos de salsa a la basura”; “El hecho de no saber si la luz de la nevera, cuando uno la ha cerrado, se apaga de verdad” y “Cuando en un taxi tengo que sentarme delante”. He elegido textos muy breves, los hay más largos.

Yo mismo me intoxiqué con una observación que hice cuando el libro anterior. Venía a decir que percibía cierta conexión con las ocurrencias de los monologuistas del Club de la Comedia. Esta conexión existe, desde luego, pero la síntesis, la precisión, la elegancia, la medida y el brillo con los que Piccolo se expresa delatan un virtuosismo literario y de pensamiento. Además, y por acumulación, revelan una mirada muy personal y trazan de forma impresionista tanto un perfil del autor como un cuadro de la sociedad en la que vivimos.

El escritor se revela como un buen tipo, con gran sentido del humor, agobiado por demasiadas cosas, obsesivo, neurótico, a veces inclemente e intransigente, siempre dispuesto a complicarse la vida, a sufrir con lo que no tiene mucha importancia, a detectar el absurdo donde no siempre lo hay o donde, habiéndolo, es un ingrediente mínimo.

Pero, ciertamente, y como ocurría en la propuesta anterior, en Momentos de inadvertida infelicidad Francesco Piccolo se luce ampliamente en los pequeños relatos, magníficamente cincelados, estructurados y calculados en su progresión, intriga y desenlace (a veces, cortante o sorprendente). Y en el manejo de la palabra y de los recursos literarios.

Contados en primera persona, relatos como el del regalo de Navidad que nadie sabe para qué sirve, o el del papá y la mamá que se enamoran y se lían al coincidir llevando a sus hijos al colegio, o el de la mujer que es idéntica a la esposa del narrador, o el del niño de cinco años que anuncia a su padre que va a besar en la boca a una amiguita de la misma edad, o el del hombre que cae víctima de la chica que tiene trastornados a todos los tipos del barrio, o tantos otros, no sólo son pequeñas delicias (a menudo con un poso amargo respecto a las relaciones personales), sino que conforman un fresco muy agudo y sugerente sobre la vida moderna, urbana, amorosa, y sus puntos de inseguridad, debilidad, tontería, ridículo y absurdo.

Lo pasé muy bien leyendo Momentos de inadvertida infelicidad. Eso sí, no pude conciliar el sueño hasta que lo terminé. Amanecía.