Por ocasional despiste y por ciertos indicios mayoritarios, podemos pensar transitoriamente que la cultura producida desde Alemania hasta Rusia tiende exclusivamente a lo trágico y desconoce el sentido del humor.
Error. ¿Cómo no divertirse con el polaco Slawomir Mrozek o con el checo Bohumil Hrabal, grandes satíricos? La gran figura humorística del teatro del absurdo fue el rumano Eugène Ionesco, y hasta el también rumano Emil Cioran, dentro de a su aciago pesimismo filosófico, dio, a su modo, abundantes muestras de disponer de un sentido del humor negro y sarcástico. Uno de los filósofos actuales en boga, el esloveno Slavoj Žižek, disfruta con sus humoradas.
Y hay más nombres –también en el cine-, y, entre ellos, ha brillado y sigue brillando el igualmente checo Jaroslav Hašek (1883-1923), autor de ese clásico indiscutible de la literatura de humor y de la literatura a secas que es Las aventuras del buen soldado Švejk (1921), abundantemente reeditado en castellano.
Con portada de Josef Lada, habitual ilustrador de Hašek, y traducción de Eduardo Fernández, Mármara Ediciones nos alegra el día con La vanidad humana, un pequeño volumen que recoge cinco desternillantes relatos breves y otro más largo y no menos desopilante titulado Ciclo de Bugulma, que presenta serenas aspiraciones a acreditarse como “nouvelle” y que, en su visión de la guerra entre rusos rojos y blancos, ofrece no pocas concordancias con Las aventuras del buen soldado Švejk.
El atolondrado, borrachuzo, bígamo, estafador, falso suicida, fingidor de su propia muerte e imposible fundador de un delirante partido político (el Partido del Progreso Moderado dentro de los Límites de la Ley, al que dedicó un libro editado por La Fuga), combatió malamente en la Primera Guerra Mundial y, después de ser hecho prisionero e internado en un campo, llegó incomprensiblemente a ser nombrado comisario del Ejército Rojo.
De estas experiencias de Hašek surge con toda probabilidad el disparatado Ciclo de Bugulma, que comienza con el descabellado nombramiento del camarada Gašek como gobernador de dicha población sin que el soviet militar que lo designa sepa dónde está a ciencia cierta Bugulma ni si ya ha sido tomada por el Ejército Rojo. No hay dinero para financiar la operación, y a Gašek se le asigna como toda tropa una docena de dudosos soldados chuvasios, que no hablan ruso y que presentan un aspecto tan campechano como aterrador. El esperpento estalla del todo cuando, una vez milagrosamente instalado Gašek en Bugulma, el comandante rojo Yerojimov toma, de hecho, la ciudad y disputa con malas artes a su camarada el puesto de gobernador.
Las relaciones entre estos dos personajes, de muy escasas luces, y las acciones que emprenden para hacerse con la situación y, a la vez, perjudicarse al máximo conforman una formidable parodia del desorden y el ímpetu revolucionarios. Antes de su oportuno “comisariado”, Hašek había proclamado ideas anarquistas.
Los cinco relatos anteriores son a cual más divertido: las palizas que recibe un pobre ladrón cuando trata de robar de noche en un acomodado edificio, y todas las amas de casa lo confunden con sus respectivos y muy respetables maridos que acostumbran a llegar borrachos al hogar; las críticas a los tópicos de la cultura oriental y a las religiones en un ridículo proceso de conversión al cristianismo; la mofa de la burocracia y de la corrupción a costa de un insignificante funcionario; la loca peripecia de tres desgraciados que pretenden hacer dinero con la exhibición ferial de un gran tiburón muerto y las penalidades de un modesto periodista de sucesos que nunca deja contentos –ni mucho menos- a los iracundos y pejigueros protagonistas de sus crónicas.
Hašek, dudoso periodista y gran cuentista, se servía de personajes de extracción popular, tomados de la calle y de las tabernas que tanto frecuentó, para construir sus atroces y siempre hilarantes historias.
Volviendo a Ciclo de Bugulma, los camaradas Gašek y Yerojimov andan de continuo a la greña, buscando cada uno cómo aniquilar al otro. Yerojimov tiende a pensar que el temible “soviet militar revolucionario del frente oriental” –que no para de enviarles prolijas, temibles e incongruentes órdenes- se pondrá de su parte llegado el momento y le dice al más astuto y escurridizo Gašek: “¡Que no tienes nada que temer! ¿Has requisado los caballos? No. ¿Has movilizado a la población local? No. ¿Has encerrado a los contrarrevolucionarios? No. De hecho, ¿has encontrado algún contrarrevolucionario? No. Y ahora dime: ¿Has fusilado al menos un pope o a algún representante de la burguesía? No. ¿Has mandado fusilar al antiguo comisario de policía? No. Y el antiguo alcalde de la ciudad, ¿está vivo o muerto? Vivo. ¿Ves? Y todavía te atreves a decir que no tienes nada que temer. Lo tienes crudo, amigo mío”.
El camarada Yerojimov, como puede observarse, y a falta de una inteligencia más sutil, lo arregla todo con fusilamientos. Es uno de los ingredientes que despliega Hašek, junto a la enumeración de los habituales enemigos del pueblo, para formalizar y condensar, en un vibrante y florido párrafo, su sátira del incontenible fervorín revolucionario.