La nueva edición en Anagrama de El juego del revés (1981) es, en sí misma, un magnífico regalo para quienes leyeron y, ¡no digamos!, no llegaron a leer esta extraordinaria colección de cuentos hace ya treinta años. Pero es que, además, y por pormenores que explica convenientemente en una nota su traductor, Carlos Gumpert, la presente edición nos regala dos relatos que entonces no se incluyeron en aquel volumen –sino en otro posterior- y uno más totalmente inédito. El gozo intenso y perfumado que nos procura, una vez más, leer a Antonio Tabucchi (1943-2012) nos hace, de nuevo, lamentar su prematura muerte, a los 68 años, y, si acaso procede, insistir ante los nuevos lectores que no se conformen con la lectura de Sostiene Pereira (1994), sino que sigan explorando toda la obra del escritor de Pisa, recomendación que, a buen seguro, está de sobra, pues es inconcebible pensar que quienes se estrenen con la novela más célebre del italiano no vayan a seguir indagando en el resto de su producción.
Después de Piazza de Italia (1975), El juego del revés fue la confirmación y la consagración del enorme y personal talento de Tabucchi, quien confiesa que el relato que encabeza la colección y da título al libro es el primero que concibió y que su “espíritu modela todos los demás con una visión análoga de las cosas”.
Bien cierto. Y yo diría que Tabucchi se quedó corto con esta apreciación. El juego del revés (me refiero al cuento) anticipa todo el estilo y el universo de buena parte de la producción total de Tabucchi: ahí están ya las referencias culturales y artísticas; el triángulo escénico formado por Italia, Portugal y España, entre otras geografías; los viajes en tren; los bares, hoteles y restaurantes; el mar y otros paisajes; la presencia unívoca y también equívoca de la muerte; la melancolía y el dolor; las sensaciones muy físicas y el interior muy intenso; el amor real y sus sombras fugitivas; el ingrediente de la acción política comprometida; los elegantes vaivenes en el tiempo y en el espacio; los personajes y episodios en zona de penumbra; lo que se posee y lo que se pierde; la voz baja y esmerada con la que todo se narra y, en fin, con Maria do Carmo, el primer gran retrato de una insuperable galería de mujeres envueltas por el misterio.
Los tres relatos novedosos (El gato de Cheshire, Vagabundeo y Fuegos artificiales) no son cualquier cosa, son piezas magistrales a cual mejor. El segundo es formidable, amén de encantador, pero subrayo mi preferencia por el primero y el tercero, tal vez porque El gato de Cheshire y su Alicia riman muy bien con El juego del revés y con Maria do Carmo y porque Fuegos artificiales aporta a Edith, otra mujer inesperada y sólo intuida en un impresivible movimiento de espejos.
En El gato de Cheshire, jugando fina y brillantemente con Lewis Carroll, Gato –el personaje masculino- viaja en tren a encontrarse en la estación de Grosseto con Alicia, que le ha requerido de improviso. Escribe Tabucchi sobre Gato: “Para Grosseto faltaban unos diez minutos. Sintió de nuevo que el corazón se le subía a la garganta y una especie de ansia, como cuando uno se da cuenta de que está llegando tarde. Pero el tren era puntualísimo y él estaba dentro del tren y, por lo tanto, él también era puntual. Sólo que no se esperaba estar tan cerca de la llegada, estaba retrasado consigo mismo”.
Estar retrasado con uno mismo. Es una idea feliz y certera. Hay más personajes que están retrasados consigo mismos en la narrativa de Antonio Tabucchi, que no han llegado al punto íntimo al que tenían que llegar cuando debían abordar un encuentro, una experiencia, un cometido. Me temo que somos muchos los que vamos retrasados con nosotros mismos muchas veces.