[caption id="attachment_1366" width="560"] Felicidad Blanc y Michi Panero en El desencanto de Jaime Chavarri[/caption]

No puedo ceder aquí a la tentación de escribir largo sobre los Panero. Ni siquiera sobre Michi Panero (1951-2004), protagonista de estas líneas, al que traté bastante, aunque muy superficialmente, en los años 80 y 90. Al lector de este blog se le supone suficientemente informado o con la capacidad de saber encontrar información –existe abundante- sobre Leopoldo (padre), Juan Luis, Leopoldo María (poetas) y Michi Panero y sobre Felicidad Blanc, esposa del primero y madre de los otros tres. Todos han muerto.

Algo habrá que decir, no obstante, con ocasión de la aparición de Funerales vikingos (Bartleby). Y rescato del párrafo anterior la palabra “tentación” para certificar dos cosas: que escribir sobre los Panero –inagotable fuente tragicómica de anécdotas verdaderas y falsas- es, en efecto, una tentación, una tentación asediada por el riesgo de incurrir en imposturas y en parasitismo y, dos, que, sin embargo, la figura del padre –siempre entre el mito, la ausencia, la fantasmagoría y la sombra-, aunque ha sido objeto de estudio, no cuenta todavía con una biografía completa y legible –por estilo y mirada- a la luz de hoy.

El público conoce a Michi Panero gracias, sobre todo, a El desencanto (Jaime Chávarri, 1976) y Después de tantos años (Ricardo Franco, 1994), sendas películas documentales que –la primera, sobre todo- labraron la leyenda de los Panero como una familia que algún día fue feliz y que luego se fue precipitando por la cuesta abajo del sufrimiento, la locura, las adicciones y la completa decadencia, pregonando casi en directo su proceso hacia el fin. El fin de una raza, que decía Michi, el hijo pequeño, el hermano pequeño, el Pepito Grillo de la familia, el bufón –en el mejor sentido- lúcido, irónico y amargo, que ha quedado disecado con definiciones que ya parecen inamovibles: dandi, diletante, mujeriego, bebedor, improductivo, inconstante, noctívago, indolente, simpático, narcisista, autodestructivo, hablador, fantasioso, corrosivo, frágil… Y a todo ello se le pueden añadir más y más sustantivos y adjetivos –verdaderos y falsos, repito-, propiciados por él o inventados por otros.

No he leído todo lo publicado sobre los Panero, pero creo que, con sus pegas, se puede seguir recomendando la lectura de Lúcidos bordes del abismo. Memoria personal de los Panero, de Luis Antonio de Villena, libro del que me ocupé aquí en su momento.

Pero ahora los interesados deben leer Funerales vikingos. Cuentos, artículos y textos dispersos. El periodista Javier Mendoza fue hijastro de Michi Panero, al casarse éste con su madre, Sisita García-Durán en 1991. Mendoza lo había conocido tres años antes, cuando sólo tenía doce. A finales de los años 90, Michi entregó a Mendoza una carpeta que contenía los textos que ahora se publican.

Una parte del libro –algo más de 70 páginas- contiene los conatos de creación literaria de Michi Panero, fechados –los que están fechados- entre 1962 y 1970. Es decir, antes de que su autor cumpliera los 21 años. Si convenimos en llamarlos cuentos, son nueve narraciones sin terminar de redondear, a veces ininteligibles, a veces sólo abocetadas o sólo sinópticas. Se percibe en ellas a un lector voraz, sobrado de modelos, maestros y referentes literarios. Y se percibe a la perfección tanto el escritor que pudo haber sido como las causas por las que no llegó a serlo. O, como ya han dicho otros, se percibe al escritor que no escribía. Se advierte, por cierto –y casi lo que más-, a un poeta, al poeta que Michi Panero no quiso ser para no parecerse a su padre y a sus hermanos.

Completa esta parte una breve selección de escritos publicados o inéditos, algunos elaborados en las vísperas de su muerte en Astorga, en 2004, a los 52 años. Están mucho más acabados, resultan conmovedores y tienen un alto interés documental –la carta a su última amiga- como testimonio del terrible final de Michi, que también recuerda y reflexiona. El índice de capítulos y temas de las memorias que quiso y no llegó a escribir –cuajado de nombres conocidos- es una muestra patética de su incapacidad y de su ocaso. Dado que, como he señalado, se recogen aquí algunos artículos publicados, cabe señalar que está por hacerse la antología completa de todos los que publicó en El Independiente, Diario 16 y La Clave.

Y tiene gran interés la otra parte del libro, las casi 90 páginas tituladas El desconcierto. Memorias trucadas, de Javier Mendoza (Madrid, 1975), que revelan a un nuevo escritor con tono y mirada. El relato abarca desde que Mendoza conoce a Michi siendo un niño hasta que, un tiempo antes de su muerte, toma distancias con él porque, en resumen, no puede más.

El desconcierto es un formidable retrato de Michi Panero, que aparece –junto a los perfiles conocidos- también como un hombre bondadoso, cariñoso, tutelar y capaz de ejercer –o intentar ejercer- como padre de un niño y de un joven que, a su vez, se autorretrata como un chico vulnerable, algo perdido y necesitado de cariño, pese a la figura luminosa, pero progresivamente resquebrajada, de su madre, conmovedoramente evocada. Hay también en El desconcierto la crónica de toda una época feliz y triste a la vez, convulsa y accidentada, con jugosos episodios y no menos jugosos –y pido perdón por el adjetivo- sucedidos, basculando siempre entre lo divertido y lo tremendo, hasta pergeñar un fresco muy vivo –aunque con muchos muertos- sobre un tiempo, sus escenarios y sus protagonistas, entre ellos y de manera destacada, Leopoldo María Panero y su locura.

Recojo aquí, sin embargo, dos fragmentos de sendos textos de Michi Panero, escritos en Astorga al borde de su muerte: “He vuelto a Astorga, después de eternidades y nostalgias, porque aún, pese a todo, sigue sobre ella el misterio, el dolor, el silencio; he vuelto porque todos tenemos derecho a rehacer pasos perdidos, a buscar el lugar donde se enterró, sin saberlo, el deseo, donde se perdió la voluntad de cambiar los mundos familiares, bosques demasiado salvajes para atravesarlos. Lo confieso: he envejecido mal, no he comprendido a tiempo la larga mano de la banalidad, ni del desprecio”. Y también este otro: “Quizás torcidamente, he sido fiel a una tradición de perdedores, gente que quiso cruzar la frontera y no supo reencontrar el camino para volver a tiempo; a tiempo para salvar las últimas ruinas de la felicidad, de la risa”.

Si no al completo, en estas líneas está en esencia y en carne viva Michi Panero. Están la persona y el personaje. Está el escritor que nunca fue y que siempre fue Michi Panero.