[caption id="attachment_1373" width="560"] John Mortimer[/caption]
El gozoso rescate del gran John Mortimer (1923-2009), iniciado por Libros del Asteroide con la publicación de Un paraíso inalcanzable y El regreso de Titmuss, se va completando con la edición ahora de Los casos de Horace Rumpole, abogado (1978) a cargo de Impedimenta, sello que ya dio a conocer El devorador de calabazas (1962), de Penelope Mortimer (de soltera, Fletcher), primera esposa de nuestro escritor.
Amén de varios hijos y de un trepidante matrimonio de alrededor de veinte años, los sulfurosos Mortimer nos dejaron, entre otras cosas, el guión a cuatro manos de El rapto de Bunny Lake (1961), la muy perturbadora película de Otto Preminger.
Abogado e hijo de abogado, Mortimer creó en 1975 el personaje de Horace Rumpole, si no estoy equivocado, para una serie de la BBC, y fue tal éxito durante años que acabó escribiendo bastantes relatos sobre el picapleitos de Old Bailey, seis de los cuales, en traducción de Sara Lekanda Teijeiro, se recogen en la presente edición de Impedimenta. Son tronchantes.
Horace Rumpole –que muchas veces se nombra a sí mismo por su apellido, en tercera persona- es un letrado “de poca monta”, hijo de un descreído pastor anglicano, con cuatro décadas de carrera, especializado en Derecho Penal en un bufete del que es su miembro más viejo, que frisa los setenta años no sin amargura, que tuvo cierta fama profesional y mediática en un pasado que añora y que lleva cerca de treinta años casado con Hilda Wystan, a quien distingue en secreto con este perifrástico apodo: “Ella, la que Ha de Ser Obedecida”. El matrimonio, siempre a la greña, muy unido por tanto –con sus crisis-, tiene un hijo veinteañero, ya casado y, por consiguiente, fuera del dulce hogar.
Rumpole combina a la perfección el cinismo, la ironía y el escepticismo, vitriólico cóctel que aplica sin medida a su vida familiar, a su entendimiento de la ley, a sus colegas profesionales, a sus calamitosos clientes y a la vida en general. Poco esmerado de aspecto, bebedor en demasía con tendencia a volver tarde a casa, fumador de costrosos puritos, aficionado a resolver los endiablados crucigramas del “Times”, Rumpole conserva una afilada y vivaz inteligencia y una ágil brillantez verbal, sazonadas ambas por sus constantes citas de ilustres escritores, con Shakespeare a la cabeza.
En primera persona, Horace Rumpole nos cuenta el desarrollo de seis de sus no muy ilustres pleitos, recorriendo, por lo general, el itinerario que va desde que conoce al cliente que va a defender, averigua, se informa y se prepara hasta que actúa ante el tribunal correspondiente. Los clientes, por lo común, le ofrecen dudas y los casos son espinosos y propenden a torcerse, de modo que Rumpole, con sus argucias y trapacerías, también debe constituirse con perspicacia en una especie de investigador, de detective, con el fin de intentar pisar un suelo que casi nunca es firme.
Los relatos son independientes, pueden leerse a elección por separado, si bien ofrecen una cierta evolución y presentan alguna alusión cruzada al igual que personajes secundarios comunes y, por supuesto, la constante apoteosis de “Ella, la que Ha de Ser Obedecida”, ingrediente fundamental de todas las historias, hasta el punto de que el libro es un permanente duelo de esgrima doméstica, una mordaz visión de la decadente vida matrimonial, vivificada, eso sí, por un secreto hilo de religación y amor: amor a discutir, amor discutible, amor gracias a la discusión.
Quienes lean Los casos de Horace Rumpole, abogado lo van a pasar en grande con esta excelsa muestra del mejor humor británico. Veamos lo que sucede cuando Hilda se empeña en recordar a Horace el día en que supuestamente él se le declaró. Dice Rumpole: “Como ya he recordado en una ocasión anterior, no conservo ningún recuerdo de haberme declarado a Hilda. Mi sensación es más bien que fui deslizándome en el contrato vitalicio que supone el matrimonio sin darme cuenta, como un hombre agotado después de una ardua jornada de trabajo que va cayendo en el sueño poco a poco. Si se pronunciaron palabras concretas al respecto, estoy seguro de que fue ella quien lo hizo. También sufría una amnesia transitoria respecto a dónde había tenido lugar el incidente, así que intenté adivinarlo….”.
Como se ve, la relación de Rumpole –y de Mortimer- con lo que coloquialmente llamamos romanticismo es menos que nula: su matrimonio ha sido el deslizarse hacia el sueño de un hombre agotado, nada recuerda de su declaración y, al contrario, cree más bien que fue “Ella, la que Ha de Ser Obedecida” quien se declaró. ¿Quién si no? Pero la maestría humorística de Mortimer está a la vista en la elección de un sustantivo: a la declaración de amor le llama “el incidente”.