[caption id="attachment_1426" width="560"] Pauline Dreyfus. Foto: JF Paga, 2014[/caption]
El título de la novela, Son cosas que pasan (Anagrama), que aflora en varios diálogos, alude doblemente a la resignación y a la indiferencia. “Son cosas que pasan”, puede decirse para obviar un infortunio o un golpe recibido en carne propia sin descomponer la figura. “Son cosas que pasan”, puede decirse para no atender la desgracia ajena ni inmutarse ante acontecimientos alarmantes que afectan a los otros. “Son cosas que pasan”, repiten los burgueses y los aristócratas de la novela de Pauline Dreyfus para seguir mirando a otra parte. A ninguna parte. A sí mismos.
Es la actitud en la que ha sido educada la joven princesa Natalie de Lusignan, duquesa de Sorrente por matrimonio, mujer de vida desahogada y ligera, madre de una hija, perejil de todas las salsas en los salones, fiestas, teatros, casinos, mansiones, tiendas caras y restaurantes de lujo, católica de misa dominical y adúltera cuando el deseo apremia y su marido, el paciente, reaccionario y apático Jérôme, ya ni la mira ni la toca.
La novela se abre con el funeral de Natalie, muerta a los treinta y pocos años a manos de la morfina y de una letal crisis de identidad y lucidez. Estamos en 1945, y París ya ha sido liberada. Enseguida se nos informa, en un salto al pasado de cinco años, de su embarazo extramatrimonial –aceptado por su esposo sin otra preocupación que la de esconder su origen, “son cosas que pasan”- y del consiguiente parto de su hijo Joachim, inicio de su adicción a la droga.
La novela recorre, pues, cinco años, desde el traslado de la princesa y su familia a Cannes -¿adónde si no?-, zona libre en la Francia ocupada y colaboracionista regida por Pétain, hasta su regreso –ya muy deteriorada- a un París todavía invadido por los nazis y sujeto a condiciones de escasez y miseria, bajo las cuales, sin embargo, los Sorrente tratan de vivir su vida de siempre, la que corresponde a gente de su alcurnia.
Si atendemos a su protagonista, centro medular de la novela, Dreyfus nos cuenta, por decirlo en términos bíblicos, un camino de Damasco con preceptiva caída del caballo o una subida al Calvario con obligada inmolación final. Una bajada a los infiernos, en realidad. Porque Natalie, tan acostumbrada al fingimiento, a la hipocresía y a la doble vida, a los secretos y a la representación a todo trance de un papel, descubre un día algo sobre sí misma, sobre su origen, que le impide resignarse y permanecer indiferente.
Ese algo tiene mucho que ver con los judíos, perseguidos, detenidos y deportados en la Francia de Pétain –nunca había sucedido nada igual con ciudadanos franceses-, con los judíos que nunca le habían importado demasiado, que su marido despreciaba casi tanto como temía a los bolcheviques y a los que sus amistades distinguían con comentarios vejatorios o sarcásticos.
La novela de Pauline Dreyfus, traducida por Javier Albiñana, hurga sin remilgos en la cuestión judía, en el comportamiento de una amplia mayoría de franceses, partidarios del gobierno de Vichy o confundidos silenciosamente con el paisaje, en relación a la persecución de los judíos en la Francia que se rindió y firmó el armisticio con los nazis.
Pero siempre siguiendo el dramático y conmovedor recorrido hacia la luz y la nada de Natalie –un potente y patético personaje-, Pauline Dreyfus, excelentemente documentada y con una mirada que obra el milagro de parecer contemporánea del tiempo y de los sucesos que trata, describe con brillo y vivaz verosimilitud la mentalidad y costumbres de la clase burguesa y aristocrática que constituye el contexto y el tejido social en los que se desenvuelve la princesa de Sulignan, sus modas, sus rituales, su entrega a la mundanidad cultural y artística de la época –salen a relucir con naturalidad muchos nombres archiconocidos- y, por supuesto, las penurias y las infamias cotidianas en un país asolado por las carencias, el miedo y el difícil mantenimiento de la dignidad y de la vida.
Hay drama, melodrama y, por qué no decirlo, mucho de folletín o folletón en Son cosas que pasan, novela muy bien estructurada y medida. Pauline Dreyfus dosifica acontecimientos y novedades con inteligencia práctica de buena y eficaz narradora, que aspira a que el lector permanezca atento a sus páginas y al que ofrece una prosa brillante y unas observaciones atinadas mientras agranda y ensancha el personaje de Natalie, su trágica búsqueda de la verdad y la coherencia.
Hay varios pasajes memorables, terribles algunos, en Son cosas que pasan. Natalie y su marido se disponen a cenar una noche en Maxim´s, y Jérôme acude a saludar solícito y amable a un oficial nazi que le hace señas con simpatía en el comedor. Es el príncipe Auguste von Hohenloe, con el que Jérôme ha compartido cotos y jornadas de caza antes de la guerra. Natalie piensa que su marido es de los que creen que las guerras son “peleas entre gente del pueblo”. Jérôme tiene “un reflejo de hombre de mundo” y pregunta amistosamente al militar alemán: “¿Se quedará usted mucho tiempo aquí?”. Dreyfus comenta a continuación: “No hay la más leve ironía en esa pregunta dirigida a un hombre que, al fin y al cabo, ha invadido su país”. De hecho, el alemán responde, como si tal cosa, que no, que “por desgracia” no puede seguir disfrutando de París, ya que tiene que desplazarse esa misma noche a otra ciudad.
La escena lo dice todo. Pero queda una apostilla de Dreyfus, destinada a aportar la mirada concreta de Natalie, a esas alturas muy tocada tanto por sus descubrimientos sobre sí misma y por su esfuerzo por evolucionar como por la morfina. El matrimonio ocupa ya la mesa que les ha asignado el “maître”. Escribe Dreyfus: “”¿Se quedará usted mucho tiempo aquí?”, la pregunta obsesiona a Natalie, que empieza a encontrarse mal. Se agita en el asiento de terciopelo rojo. ¡Como si la guerra sólo la hicieran los criados! Sabe lo que le contestaría Jérôme si le echara en cara su amabilidad de hace unos instantes: que “es obligado” saludar a un hombre con quien se tienen amigos comunes, con quien se han compartido amaneceres helados y excitantes acechando al venado escopeta en mano. Su marido no conoce más que una internacional, la de la gente bien educada”.
La escena es fantástica como retrato de toda una mentalidad, de una determinada clase social, de la Francia colaboracionista. ¡Y esa joya: la internacional de la gente bien educada!