[caption id="attachment_1544" width="560"] Magda Hollander-Lafon[/caption]

Con la edición de Cuatro mendrugos de pan (Periférica) sucede algo desconcertante. En la contraportada, se nos dice que “no es un testimonio sobre el Holocausto”. Así arranca también, en el interior, el prefacio de los editores franceses del libro. Es una meditación sobre la vida, dicen, si bien, más adelante, le llaman “testimonio” (pág. 11), que es la palabra utilizada por la propia autora, Magda Hollander-Lafon (Záhony, Hungría, 1927) en su dedicatoria: “Dedico este testimonio a…”. ¿En qué quedamos?, ¿es o no es Cuatro mendrugos de pan un testimonio sobre una experiencia en los campos de exterminio nazis?

El asunto, más allá de las sorprendentes contradicciones, tiene alguna relevancia siempre que estemos interesados por saber a qué debemos llamar testimonio cuando hablamos de un libro, de la literatura. ¿A la pormenorización narrativa, en orden cronológico o no, de los acontecimientos y sentimientos –cabe pensar– vividos por el autor del libro durante una determinada experiencia o período de su vida?

De ser un testimonio algo parecido a esto, Cuatro mendrugos de pan no es, exactamente, un testimonio, sino que mediante el filtro exigente de la memoria y de la selección de los momentos vividos, sería, primordialmente, una gavilla de impresiones, que, sin embargo, dicen mucho de lo que fueron los campos y de lo que Magda Hollander-Lafon vivió –siempre al borde de la muerte– en ellos.

Magda, hija de judíos, nacida en un pueblo de Hungría, fue llevada con 16 años a Auschwitz en 1944 con su madre y su hermana y, luego, hasta su liberación, trasladada a otros recintos. Toda su familia fue exterminada, así como casi todos los judíos de su pequeña localidad.

Hollander-Lafon –que no es escritora profesional– tardó más de treinta años en poder contar sus recuerdos. Esos recuerdos se encuentran primordialmente en la primera parte del libro, publicada en 1977, la que da título a la obra, muy superior a la segunda, De las tinieblas a la alegría –subtítulo del volumen traducido por Laura Salas Rodríguez–, a la que sigue, a modo de cierre, una interesante e informativa –y terrible– “nota histórica”, elaborada, en parte, mediante entrevistas con la propia Magda.

Esa segunda parte, quizás redactada hace un par de años, da básicamente cuenta de la conversión al catolicismo de la autora y de lo que ello supuso, junto a la creación de una familia, en el logro de la paz interior, de la luz, de la tranquilidad, de la capacidad de poder amar, vivir y encarar el presente y el futuro. Y el pasado. Sin rencor.

Ciertamente, da reparo –lo confieso– hablar de una parte buena y de otra peor al valorar un libro fruto de una experiencia semejante, de una de las mayores iniquidades que han visto los siglos. Pero estamos ante un libro, es un libro lo que nos toca valorar.

Y en esa primera parte, Cuatro mendrugos de pan, Hollander-Lafon acierta y conmueve en grado sumo al dibujar unas pequeñas, intensas y tremendas viñetas de los hechos, las víctimas y los guardianes de los campos, tanto más cuando la maldad y la bondad no siempre estaban repartidas como cabría suponer: la condición humana (o inhumana) –de eso habla el libro también– se resiste, en circunstancias extremas, a manifestarse según lo previsible. ¿O es previsible lo imprevisible? Puede serlo.

“Nuestra vida depende de nuestros pies”, escribe Hollander-Lafon. Y antes ha escrito: “A la altura del portón de llegadas y salidas debemos correr. Es una rutina casi cotidiana para comprobar que aún somos aptas para el trabajo. Hay unos robots congelados a cada lado de la puerta, armados con látigos, perros y bastones. Corremos entumecidas por el miedo. Para aligerar la carrera, para evitar mejor los golpes y los mordiscos, nos deshacemos de los zapatos o los zuecos. Frenar, dar un paso en falso, significa que te enganchen de inmediato con un bastón y te aparten: selección fatal. Las últimas de la larga fila en llegar chocan contra cuerpos sin vida, tropiezan con obstáculos esparcidos”.

En Cuatro mendrugos de pan hay más de veinte escenas, pequeñas, de esta intensidad. Con ese miedo. Forman un caleidoscopio. Y, de algún modo, sí, un testimonio. Sometido a una esencial expresividad literaria.