[caption id="attachment_1553" width="560"] Francis Scott Fitzgerald y Zelda Sayre[/caption]
He tomado la lectura de La muerte de la mariposa (Gatopardo Ediciones) con una cierta aprensión, y no sé muy bien el porqué. Tal vez porque los personajes (y el mito) de Francis Scott Fitzgerald y Zelda Sayre están ya muy tratados. Sobados, podríamos decir. Fatigados, también. Tal vez porque la obra de Fitzgerald (y su vida con Zelda) fueron muy importantes para los lectores de mi generación, que ya hemos leído de ellos y sobre ellos todo lo que había que leer, excepción hecha de algunas biografías y estudios que, como suele suceder, se han quedado sin traducir al castellano.
¿Qué podía –qué se puede– esperar del prestigioso biógrafo y crítico italiano Pietro Citati, bien conocido por el lector español? La brevedad del libro –no llega a las cien páginas– indica que en modo alguno puede tratarse de un exhaustivo o novedoso recuento biográfico. ¿Qué es entonces La muerte de la mariposa?
La muerte de la mariposa –con traducción de Teresa Clavel–, aun siendo breve, es un largo plano corto sobre Francis y Zelda, sobre lo esencial de su destructiva personalidad y de su desquiciada historia de amor. Citati selecciona los datos y los testimonios pertinentes –priman los fragmentos de sus cartas, pero también comparecen Edmund Wilson y Nancy Milford, biógrafa de Zelda– para acercarse a lo más íntimo de él y de ella, de la mariposa que perdió el polvo de sus alas (Hemingway, sobre él) y del ángel de alas “un poco chamuscadas” (un psiquiatra, sobre ella). Criaturas frágiles, ambos tenían alas, pues, y volaron juntos hasta quemarse en las llamas de su propio infierno, de la fogata de su amor.
La mirada de Citati es muy subjetiva y literaria, crea una obra autónoma, poética y novelesca, restrictiva y acotada. A ratos, esa mirada se enternece. A ratos, esa mirada es intempestiva, escruta sin compasión. Queda la sensación –a mí, al menos, me ha quedado– de que Citati es más duro y despiadado con Francis. Me ha dolido mucho que Citati diga que A este lado del paraíso (1920) es un libro “burdo” –me fascinó cuando lo leí en mi adolescencia– y que Hermosos y malditos (1922) es un libro “fallido”. Y que califique a Fitzgerald de “mediocre guionista”, cuando fue poco lo que pudo hacer para demostrar lo contrario.
Demonios, demonios, demonios. Es la palabra que más se repite en el texto. Los demonios interiores de los dos, los que arañaban sus almas y los que expulsaban el uno contra el otro. Mitómanos, sedientos de vida y felicidad, se encaminaron juntos a grandes zancadas hacia la muerte, aunque, en el tortuoso camino, conocieron el lujo, el éxito y el éxtasis.
El borracho y la loca. Francis murió de un infarto a los 44 años, Zelda murió abrasada en 1948, siete años después, a los 47, en el incendio de la clínica psiquiátrica en la que estaba recluida. En 1930 se le había diagnosticado esquizofrenia. Hermosos y malditos, en efecto, de buenas familias, se casaron en 1920 y tuvieron una hija. Se quisieron y se dijeron cosas muy dulces, pero su relación estuvo saboteada por los celos, las peleas, la bebida, las pastillas, las tentativas de divorcio… Y los ingresos en manicomios, y los intentos de suicidio (de ella), y los desprecios y la crueldad (de él) cuando ella –que tanto le inspiraba y le aconsejaba– escribió su propia novela, Resérvame el vals (1932). Francis se comportó como un energúmeno, reprochándole que utilizaba material de sus propias vidas, que es exactamente lo que él venía haciendo desde el principio. Cada uno se asfixió bajo la sombra y el sol del otro: Zelda, como bailarina, pintora y también escritora, víctima de una trepidante vitalidad sin objeto; Francis, como escritor exigente, acribillado por la inseguridad y el complejo de inferioridad. En fin, la historia es muy conocida, pero cuentan mucho los detalles, los matices, seguir un hilo sin distracciones, y Citati hace bien ese trabajo: un intenso concentrado de lo sustantivo del caso.
Francis Scott Fitzgerald sólo publicó en vida cuatro novelas largas y completas. Y muchas historias cortas y cuentos. Muy bien pagados. Ya hemos dicho qué novelas no le gustan a Citati, pero hay dos que le entusiasman: El gran Gatsby (1925) y, especialmente, Suave es la noche (1934) –escrita cuando todo iba fatal–, a la que dedica párrafos espléndidos.
Escribe Citati: “Para Fitzgerald, lo importante en literatura era el empeño: el “trabajo bien hecho, y hecho por amor al arte”, el esfuerzo obstinado y prolongado. Lo suyo era “una tremenda lucha, una tremenda lucha nerviosa, un tremendo sacrificio”. Ese sacrificio exigía honradez, responsabilidad, conciencia, sentido del deber, cordura, voluntad, precisión. Es posible que de joven fuera una mariposa con las alas cubiertas de polvo iridiscente. Luego se convirtió en un soldado, porque “las condiciones de una vida artísticamente creativa son tan arduas que sólo pueden compararse con los deberes de un soldado en tiempos de guerra”. Como dijo Kierkegaard, un artista es “un soldado en la frontera”, luchando día y noche, “no contra los tártaros y los escitas, sino contra las hordas salvajes de una melancolía vital””.
El apuesto dandi y la bella “flapper”, la era del jazz, la Generación Perdida, las burbujas de champán… Lo novelesco y la leyenda envuelven la vida de Francis y Zelda hasta correr el riesgo de despistarnos por los senderos de una dorada trivialidad. O de una tragedia mítica sin desperdicio. Por eso –y por si acaso– me parecen muy importantes las palabras de Pietro Citati en el párrafo anterior: porque nos devuelven a la escritura, a la actitud, la ambición y el valor de un exigente, laborioso y grandísimo escritor.