[caption id="attachment_1613" width="560"] Claudio Magris[/caption]
Los secretos tienen un formidable poder de atracción. Hay centenares de novelas y películas –y de informaciones, y de informes- que llevan la palabra “secreto” en su título, y sólo eso es una buena prueba del magnetismo de los secretos, que viven una fuerte tensión entre la conveniencia, el interés u obligación de mantenerse ocultos y la presión a que están sometidos –y quienes los poseen- para ser violados, descubiertos o revelados. Nunca ha habido tantos medios para lo uno y para lo otro.
Lo señala el novelista y ensayista Claudio Magris (Trieste, Italia, 1939) en El secreto y no, brevísimo opúsculo que se acaba de publicar, con traducción de Pilar González Rodríguez, en los Nuevos Cuadernos de Anagrama, y que consta de seis escuetos y tersos capitulillos sin desperdicio.
Sin desperdicio, pero sin ninguna intención de agotar el tema. Al contrario, el autor de El Danubio (1986) se conforma -¿podemos decirlo así?- o se concreta en proporcionar algunas precisas reflexiones que, a modo de pistas o raíles, y por su fuerte capacidad de sugerir, invitan a seguir meditando sobre un asunto tan enjundioso e, incluso, a abordar la tarea de escribir un extensísimo ensayo que contemple la desbordante casuística que, bajo muy diversas manifestaciones, se congrega y se desparrama en torno a los secretos.
Por algo comienza Magris recordando a un primo suyo que, de niño, anhelaba ser agente secreto. O espía, profesiones que conllevan la máxima convivencia con los secretos.
A partir de ahí, Magris va fijando, siempre de forma tan clara como concisa y sugestiva, lo que podríamos llamar una fenomenología de los secretos, tan unidos a la novela –cita varias veces a Javier Marías-, al poder, a la tiranía, a la política, a los misterios, a las religiones, a las relaciones de pareja y de familia, a los delitos, a la verdad y a la mentira, a la moral y a la ética… Magris llega a ocuparse, incluso, del secreto de confesión, cuyo cobijo atañe a los sacerdotes y que el escritor considera como “un caso en el que la custodia del secreto se ha revelado particularmente eficaz”.
Así como Magris llega a señalar –recordando unas palabras de Chesterton- que, en ocasiones, los secretos, una vez desvelados, se revelan como ridículos, inanes e, incluso, inexistentes –se fingían-, también se pregunta, en efecto, por su custodia, por la conveniencia o no de tenerlos y custodiarlos en todo caso: ¿es siempre bueno revelar un secreto transcurrido el tiempo?, ¿valdrá la pena la modificación del pasado y, probablemente, del presente que esa revelación supondrá?
Magris menciona –léanlo- la discusión sobre la existencia de secretos en las parejas: ¿es bueno que haya una zona de nuestra vida que permanezca opaca para el otro o entre dos personas que se aman no debería haber secretos?
Y esto le lleva a Magris, pasando por la transparencia –creo que sin nombrarla-, a un campo ahora mismo crucial. Escribe: “…el sofisticado crecimiento tecnológico de los medios de comunicación permite violaciones de la elemental vida privada cada vez más inquietantes, en una espiral de comunicación global que se convierte en expropiación de la persona, voyerismo disfrazado de ciencia, de investigación social, de denuncia política, de chismorreo pseudocultural”.
Hoy exhibimos una intimidad propia que debería permanecer en secreto y nos asomamos con avidez a los balcones desde donde hurgamos en los secretos ajenos. Y no nos aclaramos nada bien, porque ni tenemos fijada la parcela personal que debemos velar a los demás, ni aceptamos que otros descubran otros secretos nuestros que, esos sí, deseamos ocultar, ni admitimos que ellos, tan inconsecuentes o no como nosotros, tengan derecho a disponer de sus secretos según su criterio, tal vez voluble.