[caption id="attachment_1616" width="340"] Luis Loayza[/caption]
Parece existir cierto acuerdo sobre la escasa atención que se le ha prestado en España a Luis Loayza (Lima, Perú, 1934). De hecho, y fuera de algunas de sus traducciones de autores ingleses o americanos, sólo Pre-Textos había publicado, en el 2000, los ensayos literarios agrupados bajo el título de Libros extraños.
Sobre Loayza y sus ensayos Mario Vargas Llosa -fiel amigo suyo y compañero de aventuras revisteriles- escribió hace seis años -amén de en sus memorias- un elogioso artículo en El País, en el que aludiendo, sin embargo, a sus cuentos, decía: "en estos últimos aparece esa prosa tan persuasiva, limpia y clara, impregnada de ideas, de buen gusto, juiciosa y delicada, que enaltece al autor tanto como al que la lee".
Lo que Vargas escribía vale perfectamente para Otras tardes, breve colección de seis cuentos largos que acaba de publicar Pre-Textos y que, de justicia sería, ha de servir para que Loayza adquiera entre nosotros toda la presencia y aprecio que merece, pues es, con prosa sensible y discreta, un escritor extraordinario.
Me gusta mucho la última observación de Vargas: hay escritores cuya prosa no sólo les enaltece a ellos, sino que enaltece a sus lectores, pues esa prosa les trata con un gran respeto hacia la inteligencia, la capacidad de comprensión y la buena formación literaria y vital que presume en ellos. Para ello, para mostrar ese respeto, Loayza escribe sin estridencias ni verbosidades, sin alharacas, sin trucos y sin fuegos artificiales, con una constancia, eso sí, en una calidad exquisita que se impone con discreción y con calma.
Quizá descontextualizando, he tomado el título de este texto -"la escritura prudente"- de una frase de Loayza -del cuento Enredadera- en la que habla de “la realidad prudente y burguesa de Lima”. Cuando me refiero a la prudencia de Loayza no debe pensarse en un cálculo timorato, o en una medrosidad, o en una falta de arrojo creativo. En absoluto. Me estoy refiriendo a esa escritura discreta, sigilosa, en voz baja y muy cultivada que sugerí antes, perfectamente compatible con la agudeza de la mirada del escritor, con su indudable experiencia y conocimiento de la vida y del comportamiento humano y, por supuesto, con un manejo del lenguaje que se muestra deslumbrante por su misma contención.
En los excelentes cuentos de Otras tardes -título de un libro de relatos que Loayza publicó en 1985- está la ciudad, Lima, y sus calles, y sus casas, y las estancias y jardines de esas casas, y las familias generalmente burguesas e ilustradas que las habitan, y todos los aromas, colores y sensaciones que ese mundo congrega. O congregó, porque en las historias de Loayza juega el tiempo ido y perdido; lo que fue, dejó de ser o nunca llegó a ser; los misterios; las siluetas nítidas, las borrosas y las desvanecidas; los cambios queridos y los cambios inevitables o indeseados; las frustraciones más que los logros, las pérdidas más que las conquistas y los deseos amorosos y sexuales germinales más que su culminación satisfactoria. Y los libros, y la música, y Europa. Las huidas y los refugios. Y la enfermedad, y la muerte. Y la conciencia de la desigualdad y de la indignidad política. Y el fin, y los finales: no es que Loayza quiera sorprender -como tantos cuentistas- con los finales de sus relatos, lo que sucede es que sus historias -cuando son de amor- suelen tener un fin, un final que no es continuación ni principio de lo que se quería o se quiere.
De todo ello se deduce que hay melancolía, tristeza y no poca nostalgia en Otras tardes, pero también están la luz y la alegría de los momentos plenos o de aspiración a una plenitud que se muestra esquiva. Y, ojo, que, siempre con esas ya reiteradas discreción y prudencia, Loayza no se priva de exhibir un sentido del humor cáustico, no frontal y elegante, en ocasiones con más carga de profundidad de la que aparenta.
Por no salirnos de Enredadera -magnífico cuento, como el que da título al libro, o como Padres e hijos y La segunda juventud-, el narrador y protagonista ha intimado con los Castro y sus tres hijas: Adela, Cecilia y Julia. Reparó en la madre, pero…"pronto me olvidé de la madre para fijarme en Adela, que ese primer día vino a mí con una cordialidad que se adelantaba a medio camino para darme el encuentro. En ella no estaba excluido lo sensual, que no era sino un aire alegre, carente de incitación y desafío; conversamos unos minutos y sentí que entre nosotros se establecían las convenciones tácitas de una camaradería; nada más: ni yo estaba obligado a enamorarla ni ella a defenderse. Podía admirarla, naturalmente, y ella aceptaba mi admiración, pero no iríamos más lejos. Todo quedó acordado en unas pocas palabras, las primeras en que, de pronto, Adela me habló de tú".
Hay muchas maneras con las que un joven puede contar -aunque haya pasado el tiempo- su primer contacto con una muchacha que le agrada. Pero éste es el modo minucioso, perspicaz y delicado con el que Loayza describe una breve acción exterior y a dos personajes, ahondando en todo un universo interior, psicológico. Magistral: esa identificación de la sensualidad con una alegría sin incitación ni desafío.