[caption id="attachment_1752" width="560"]
La llamada de la tribu (Alfaguara) se presenta como una “autobiografía intelectual” de Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936). El propio autor lo dice en la primera página de su libro: “No lo parece, pero se trata de un libro autobiográfico”.
No, no lo parece. Y no lo es, si entendemos que el libro autobiográfico ha de implicar el reflejo detallado de una cronología –que puede salirse de la linealidad, desde luego– de las experiencias vividas. Esa tarea, de forma restringida, fue abordada por Vargas en El pez en el agua (Seix Barral, 1993). Si el concepto de autobiografía va acompañado y acotado por el adjetivo “intelectual”, lo que cabe esperar es el extenso recuento de lecturas, personajes y experiencias culturales, artísticas y de vida que han conformado la personalidad y el pensamiento de (en este caso) un escritor.
Hay un levísimo atisbo de autobiografía canónica en las escasas dieciocho páginas de introducción que dan título al libro, en las que Vargas resume apretadamente su caída del caballo del marxismo y del existencialismo y su conversión razonada al liberalismo. En el resto de las 313 apasionantes páginas de La llamada de la tribu, Vargas recurre ocasionalmente a la primera persona para contar sus, por lo general, breves encuentros con algunas de las figuras que analiza en el libro.
Estas figuras, por orden de aparición –que es el de su nacimiento– son: Adam Smith, José Ortega y Gasset, Friedrich August von Hayek, Sir Karl Popper, Raymond Aron, Sir Isaiah Berlin y Jean-François Revel. Es decir, algunos de los más importantes e influyentes padres del liberalismo económico, político y filosófico.
La llamada de la tribu es, a mi juicio, un libro de primer orden, del máximo interés y utilidad. Se trata de un manual –no hay desdoro en ello–, de hechuras literarias y ensayísticas, en el que Vargas Llosa resume formidablemente y con detalle tanto el núcleo duro del pensamiento liberal como lo más esencial del perfil biográfico de los autores que contempla. Y lo hace con una prosa magnífica, elegante y transparente –“la claridad es la cortesía del filósofo”, frase de Ortega que Vargas recuerda y aplica–, de manera que todas las muy importantes y enjundiosas cuestiones que el escritor trata llegan al lector medianamente culto con absoluta nitidez. En tal sentido, Vargas presta con este libro un gran servicio al pensamiento y a la causa liberales y, en consecuencia, a la cultura y a la política en general, pues no puede haber duda de que asomarse a la fundamentación intelectual del liberalismo con la capacidad de síntesis, la claridad y el didactismo inteligente con los que Vargas lo hace supone un gran regalo para todo lector.
Vargas Llosa, por supuesto, no se limita a resumir y glosar con brillantez, sino que milita con entusiasmo, de modo que, con lo uno y con lo otro, La llamada de la tribu toma partido y contribuye –diría que de forma muy importante– a la difusión del pensamiento liberal, lo cual apreciarán en grado sumo quienes también militan en él por ser un libro muy útil a sus convicciones y propósitos, lo que no excluye en absoluto –como he dicho– el gran interés que tiene igualmente para sus antagonistas, no digamos para quienes no habían tenido la oportunidad de conocer con detalle a los autores y las ideas que el libro contiene. Por todo ello, no es de extrañar que La llamada de la tribu esté obteniendo un gran y rápido éxito en las librerías.
Entrar a comentar aquí el vastísimo elenco de cuestiones que Vargas Llosa trata en su libro es inviable. Se precisaría un microensayo para abordarlas. Me limitaré, como aviso al lector, a comentar seis aspectos. Primera, Vargas –como alguno de sus autores: Hayek, Popper…– ve inevitable la existencia del Estado y acepta que tenga algunas funciones de reajuste y corrección de los resultados de la espontaneidad del comportamiento de los agentes económicos y sociales, un Estado y unas funciones que han de ser reducidos al mínimo imprescindible. Segunda, Vargas señala los peligros de un liberalismo económico desaforado cuando éste incurre en el mercantilismo. Tercera, Vargas Llosa acierta a mostrar –y aplaude– que el pensamiento liberal no es monolítico y uniforme, que en él se dan corrientes y matices. Cuarta, el libro de Vargas no es sólo un encendido canto al liberalismo –al que señala como muy distinto del conservadurismo y como troncal de la democracia–, sino que, al hilo, es una requisitoria contra el marxismo y sus derivados, contra el historicismo, el constructivismo, el utopismo, el colectivismo, el proteccionismo, el totalitarismo, el nacionalismo y el populismo, que quedan igualados por proponer soluciones y sociedades cerradas que suponen la homogeneización dirigista y forzosa de los individuos y la anulación de las diferencias que se derivan de la libertad. Quinta, dispensando una admiración calurosa hacia todos los autores que estudia, Vargas Llosa, a todos ellos, en algún momento y por un motivo concreto, les reprocha algún exceso, algún error, alguna carencia o alguna actitud. Es decir, discrepa crítica y ocasionalmente de ellos. Y sexta, el futuro lector de La llamada de la tribu debe saber que el interés del libro no se deriva, ni mucho menos, exclusivamente de las ideas políticas y menos aún de las económicas que formula, sino que se refuerza y aumenta con la contemplación de no pocas cuestiones de carácter filosófico y existencial, digamos que muy concernientes al modo de regir la propia vida.
He subrayado en La llamada de la tribu infinidad de líneas, párrafos y páginas. Es un libro muy caudaloso. Paradójicamente, hoy no voy a escoger y comentar ninguna cita. Debo terminar diciendo que he detectado epígrafes y pasajes enteros que reproducen –a veces, sin que cambie una coma– artículos extensos ya publicados –en El País, Letras Libres y otros medios– por Mario Vargas Llosa. Considero que, de la forma más adecuada, el autor y la editorial deberían haber advertido de ello.