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Manuel Gutiérrez Aragón. Foto: EM[/caption]

Empezaré por decir que hoy no acierto a comprender por qué, cuando escribí aquí muy favorablemente de Cuando el frío llegue al corazón (2013), objeté que su título era mejorable. Me parece un comentario tonto, que confirma el estado de subjetividad transitoria en el que siempre abordamos la lectura.

Si consideré que aquella novela de Manuel Gutiérrez Aragón era la mejor de las tres por él publicadas hasta entonces, hoy creo que El ojo del cielo (Anagrama) la supera. No sólo la supera, sino que reafirma y optimiza un estilo y una atmósfera en gran medida surgidos de ella y también de una película suya, La vida que te espera (2004), que me gusta casi tanto como las más celebradas del cineasta.

Estamos en el verde valle cántabro del Pas. A una cabaña alejada de los núcleos de población –“la cabaña del fin del mundo”– se trasladan, por dificultades económicas, la todavía joven y atractiva Margarita y sus tres hijas, involucradas para sobrevivir en el negocio de las vacas y la leche. Valen, la hija mayor, anda en amores calientes e ingratos con Ludi, un periodista y escritor casado que puede ser o no ser –no sé si cuadran las fechas– el mismo personaje que ya conocimos de joven en Cuando el frío llegue al corazón; Bel, la mediana, rebelde y descarada, es la única que estudia en el colegio, aspira a ser escritora y se está iniciando en el sexo, y Clara, la pequeña de diez años, sin escolarizar, está considerada como retardada, ayuda en todo y tiene una curiosidad y una fantasía que, en el fondo, van unidas a una forma superior de conocimiento.

Gutiérrez Aragón, con fluida naturalidad y sin artificio postizo, utiliza las voces de Ludi, Valen y Bel para narrar con melodiosa continuidad la historia, una historia que contempla principalmente la dañina huida y desaparición de un padre y marido heladero y falsario; una tumultuosa, casi violenta y también tierna relación entre la madre y las hijas y un agobio por la supervivencia acechada por el banco y la inspección educativa que repara en el absentismo colegial de Clara. La ausencia misteriosa y abrupta del padre –una sombra en una fotografía del pasado– ha determinado sin duda las agrias relaciones que reinan en esa familia de cuatro mujeres solas que se pelean y que también se dan cariño a su manera.

Hay un paisaje montañés de fondo, en tiempo de primavera, marcado por la inquietante presencia de un gran globo, de un radar –el ojo del título– en una base militar que trae ajetreo de convoyes de soldados y por un Centro de Inseminación, en el que asistiremos –con la vaca muñeca y el toro detector de celo– a perturbadoras escenas. Están los paisanos de los pueblos, gente dada al silencio y también al rumor y al manejo sinuoso de verdades y mentiras. Además del protagonismo del simpático, mezquino y taimado Ludi –nunca del todo malo–, hay otros secundarios –Macho Sañudo, Cobo Menudo…– que acechan al borde de provocar el miedo en las mujeres y hay, sobre todo, un emigrante marroquí, Abderramán, contratado por la madre para ayudar en las faenas, que intimará con Clara y le contará fantásticas historias de Marruecos y su rey, de cuando conoció a un heladero cántabro llamado Mantecón. Y hay más historias engarzadas que no se pueden contar aquí y que Gutiérrez Aragón cuenta de maravilla.

En estado de maravilla, con el concurso de la novilla en celo, la vaca Vanesa y la gata teatrera, en ese ya mil veces acreditado clima suyo de muy medido equilibrio entre lo real y lo irreal, algo que –conviene subrayarlo– se forja, sí, en imágenes, personajes y escenas, pero que, como no podía ser de otra manera –con perdón de la expresión–, se construye aquí en el terreno de lo literario, en el manejo de las palabras, en los ritmos y alternancias, en las zonas de luz y de oscuridad, en esos diálogos magníficos –hay que destacarlos– que evocan el coloquialismo, pero no. Resulta que tienen una pátina, unos giros, una música, un algo intangible –ése es ya un “toque Gutiérrez Aragón”– que los lleva a las lindes del cuento mágico (y ya tuvo que salir el adjetivo de marras). Entre una cosa y otra, no sé, igual parece extraño decirlo, pero leyendo tenía la impresión de no estar lejos de Isaac B. Singer o de que, de pronto, se iba a materializar ante mis ojos un cuadro de Chagall.

Y si con Valen y Bel comparecen el sexo y el erotismo –con sus fruiciones y sus fricciones–, con Margarita se cuenta –otro misterio– una historia de amor que, paradójicamente, no se cuenta.

Hablaba de un toro. Se lo voy a presentar: “Este toro no monta las vacas, solo las olfatea. Es un detector de celo, un genio en su especialidad. Nos avisa de que la vaca está receptiva… Pero, desgraciadamente para él, nunca se le deja copular. Solo los grandes machos tienen ese privilegio. Y él no tiene pedigrí, carece de un historial presentable. Como si dijéramos, no se tiene confianza en él”.

No vayamos a creer que este toro y su breve aparición son poca cosa. Con él, y con otros personajes, y con otros momentos –aparentes retazos o retales–, es cómo Gutiérrez Aragón crea un universo que, en lo literario, empieza a ser hoy único, inconfundible, distinto a todos.