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El año pasado se conmemoró el cincuenta aniversario de la muerte de Edgar Neville (1899-1967). Con tal motivo, se escribió y se habló mucho sobre la vida y la obra del orondo y risueño dramaturgo, cineasta, articulista y narrador madrileño, prosiguiendo la recuperación de su figura iniciada bastantes años atrás, tanto con nuevas ediciones de sus escritos y películas como con estudios a cargo de especialistas.
Republicano en su día y efusivo falangista durante un breve período de reparador purgatorio, Neville, por su inserción biográfica en el franquismo y por su sostenida condición de aristocrático vividor a su aire, había pasado por una expectante cuarentena durante los primeros años de la democracia. Un libro y un ciclo retrospectivo de su filmografía, a cargo ambos del crítico e historiador de cine Julio Pérez Perucha, en la Seminci del año 1982, fueron el inicio de una "operación rescate" que no cesa de prolongarse.
Si sus comedias teatrales El baile (1952) o La vida en un hilo (1959) –catorce años antes rechazada por el público como película- disfrutaban de la condición de perdurables y dignas de ediciones anotadas, los mejores de sus variopintos filmes han merecido la atención y el reconocimiento del público gracias a la televisión y muy especialmente, en los últimos tiempos, gracias al programa "Historia de nuestro cine" de La 2.
Entre una cosa y otra, nadie duda de que películas como La torre de los siete jorobados (1944), Domingo de carnaval (1945), El crimen de la calle Bordadores (1946), Nada (1947), El último caballo (1950) o, entre otras,Mi calle (1960), la última de las suyas, sean obras muy notables, cuando no singulares, innovadoras y fuera de las tendencias de su época.
Ediciones relativamente recientes de sus novelas Don Clorato de Potasa (1929) o La familia Mínguez (1945) sirvieron para calibrar el ingenio humorístico de un escritor multifacético que lo mismo olfateó la vanguardia ramoniana, el absurdo de primera hora o la comedia sofisticada que se desenvolvió en el costumbrismo casticista, costumbrista, zarzuelero y madrileño, fuera en la caracterización de los tipos burgueses –para criticar su ñoñería y su cursilería- o en la descripción sentimental, paternalista y populista de los tipos de la calle.
Todo lo liberal que se quiera –sobre todo en materia de amores, juergas y costumbres-, el bien educado conde de Berlanga de Duero y fugaz diplomático, tuvo, a qué negarlo, una festiva mirada de hombre de derechas de toda la vida, impregnada de elegante acracia y nula afición a las sacristías, que se sustanció en un jocoso temple satírico y caricaturesco que vehiculaba, en cuestión de sexos, clases y hasta razas, no pocas y sí muy radicales incorrecciones políticas, diluidas –aunque no disimuladas del todo- en un tono humorístico gamberro y desenfadado que no alcanzó la explosiva enormidad, inventiva y relevancia propia de algunos de sus compañeros de “la otra Generación del 27” como Miguel Mihura o Enrique Jardiel Poncela. Podríamos decir que Neville tenía el alma menos oscura y afligida y más propicia a la comilona, la risotada, el lujo y los haigas. Léase a este respecto Mi España particular (Reino de Cordelia).
Todo lo (demasiado) largamente resumido en los dos párrafos anteriores es lo que podemos, si queremos, tener en cuenta a la hora de abordar Cuentos completos y relatos rescatados (Reino de Cordelia), que, con edición y prólogo de José María Goicoechea, nos permite, por fin, testar la práctica totalidad –ciento cuatro relatos- de la narrativa breve de Edgar Neville, procedente principalmente de las siguientes colecciones: Eva y Adán (1926), Música de fondo (1936), Frente de Madrid (1941), Torito bravo (1955), El día más largo de Monsieur Marcel (1965) y Dos cuentos crueles (1966).
El propagandismo falangista (aunque algo heterodoxo) de Frente de Madrid, de obligada inclusión, no pega nada en el conjunto como dejó de pegar en la obra creativa global de Neville. Estremece el patetismo del Cuento de amor de 1966, paráfrasis del último devaneo amoroso de su autor. Se aprecia el esfuerzo de Goicochea por “rescatar” para nuestro conocimiento dieciséis cuentos despistados por revistas como Buen Humor, Gutiérrez y La Codorniz, que, por otra parte, nos permiten percatarnos o confirmar que el total de los relatos cortos de Edgar Neville está, en gran proporción, inmerso en la volátil ingeniosidad propia de las revistas humorísticas.
Por ejemplo, El acuárium arranca así: “A raíz de aquel famoso impuesto sobre el desgaste de las bolas de billar, el Municipio de Teruel tuvo un fuerte ingreso monetario”.
Y en este plan, que diría (ya saben) Umbral.