[caption id="attachment_1803" width="560"]
Una moneda de oro, que resultará ser muy valiosa, es descubierta en el campo agrigentino por un paisano en 1909. El campesino tiene intención de entregarla a un médico, Stefano Gibilaro, que le ha librado de la amputación de una pierna. Pero algo sale mal, y el doctor, por ende aficionado a la numismática, se verá envuelto –en buena parte por su propia iniciativa– en un carrusel de incidencias. La moneda y el extendido afán de su posesión desencadenan –y encadenan– una trama vodevilesca en la que no faltan misterios, crímenes y sorpresas.
Cuando escribí aquí de El cielo robado (2009) confesé no haber leído nada de Andrea Camilleri hasta entonces –ni siquiera alguna de sus novelas del comisario Montalbano– y di a entender que había disfrutado con la sencillez, el humor inteligente y las medidas dosis de erudición cultural del escritor siciliano.
He vuelto a experimentar el placer del amable y grato entretenimiento, que parece no requerir de las más altas pretensiones literarias, con La moneda de Akragas (2012), que, con traducción de Teresa Clavel, también ha editado Gatopardo.
Akragas fue la denominación griega de la ciudad de Agrigento, capital de la provincia siciliana del mismo nombre. Como es sabido –o procede saber–, Camilleri nació en Porto Empedocle, población de dicha provincia, que en varias de sus novelas se recrea –junto a pueblos y paisajes limítrofes– con el nombre de Vigàta. También, en La moneda de Akragas.
Camilleri podría haber empezado su jugoso y breve relato con el hallazgo entre terrones de la moneda de oro, y ya habría informado, más temprano que tarde y escuetamente, de su origen histórico.
Pero no. Se abre de capa y, en un "casi prefacio" –como él dice–, nos cuenta el modo en el que un defensor de Akragas ante los cartagineses perdió, en el año 406 a. de C. y de modo dramático, esa moneda (y otras). Quien no haya leído la solapa del libro –ni estas líneas- creerá estar ante el arranque de una vigorosa novela histórica. Ese "casi prefacio" es una viñeta, una secuencia o un lienzo magnífico. Pero el escritor da inmediatamente un salto a los comienzos del siglo XX, al desarrollo de una trama –que confesará procedente de una leyenda familiar- que, sin embargo, no deja de contener una pintura histórica, con la comparecencia delterremoto de Mesina y del mismísimo rey Victor Manuel III.
El doctor Gibilaro, ante tantas vicisitudes desatadas, terminará pensando que esa moneda "está como dotada de voluntad propia". La voluntad de Camilleri es, desde luego, no sólo la de retener nuestra atención mediante una intriga criminal bien cosida, sino la de aprovechar las idas y venidas de la codiciada moneda para, sobre el paisaje de fondo agrigentino, retratar a sus gentes, sus ambiciones, sus miserias, sus querellas y sus miserables condiciones de vida. Y es lo que hace, llamando también a escena –al hilo de los enredados acontecimientos– a funcionarios, abogados y periodistas, con lo cual la moneda y sus azares son un pretexto para reflejar críticamente, aunque sin cargar las tintas, a toda una sociedad.
No puedo vencer la tentación de reproducir aquí íntegro un fragmento que, por no tener una vinculación decisiva con la peripecia central, constituye un cuento corto y autónomo por sí mismo: “El marqués Blandino estaba enamoradísimo de su esposa. Imagine su dolor cuando descubrió que ella lo traicionaba con el barón Curreli. Y que estaba enamorada de él. Pero no hizo nada, sufrió en silencio. La historia de los dos amantes continuó a lo largo de veinte años. Luego la mujer murió. El día siguiente al del entierro, el marqués Blandino disparó contra el barón y lo mató. Cuando le preguntaron por la razón de no haberlo hecho antes, respondió que no había querido darle un disgusto a su esposa”.
En estas líneas se ve muy bien la economía narrativa propia de Andrea Camilleri, su carácter diáfano y liviano. También los resortes de su sentido del humor y su capacidad para sugerir y abordar críticamente todo un mundo familiar, social y moral sin, como decía, cargar las tintas.