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El crítico y escritor Charles-Augustin Sainte-Beuve (1804-1869) publicó Retratos de mujeres, extensos perfiles biográficos de las “madames” que, entre los siglos XVI y XIX, abrieron sus salones burgueses o aristocráticos a literatos, artistas, intelectuales y políticos, propiciando tertulias, juegos e intercambios que constituyeron todo un singular fenómeno de difusión cultural. Acantilado, con el título indicado, publicó en 2016 una selección de catorce retratos de esas mujeres cultas, independientes, adelantadas a su tiempo y básicamente liberales, promotoras del “bien pensar” y del “bien decir”: las “madames” de Sevigné, La Fayette, Pompadour, Staël, Récamier…, entre otras.
Algunas de ellas escribieron libros de gran valor. Otras, no. Pero era muy común entre ellas la escritura de notas, mensajes, aforismos, máximas, diarios íntimos y cartas. La novela epistolar, precisamente, tuvo un extraordinario auge en Europa –no sólo en Francia–, y ahí está el ejemplo paradigmático de Las amistades peligrosas (1782), de Pierre Choderlos de Laclos.
Los acontecimientos que narra La duquesa de Vaneuse (Periférica), con espléndida traducción de Manuel Arranz, se sitúan entre la primavera de 1765 y el otoño de 1766, en el apogeo de la Ilustración, un par de décadas antes de la Revolución Francesa. Su autor (luego hablaremos) recurre al artificio preliminar de atribuir a una anciana monja –antigua lectora privada de la duquesa– la puesta a punto de los materiales narrativos de la novela, que no son otros que diarios y cartas. La duquesa, aunque no se insista en ello, afirma tener abierto desde hace veinticinco años uno de esos salones a los que me referí al principio. Su personalidad y peripecia –con sus rasgos particulares– bien puede ser un concentrado de los rasgos de aquellas mujeres, del mismo modo que el delicado, precioso, sutil e inteligente estilo de la novela se mimetiza plenamente con el utilizado por aquellas “madames” o con el desplegado en ciertas ficciones de su época.
Nuestra duquesa tiene 44 años, no tiene hijos, enviudó felizmente de un insípido duque al que despreció y sigue despreciando, ha disfrutado sin cálculo de los placeres de la carne, se da cuenta de que es incapaz de un compromiso amoroso serio, vive sola en su mansión en compañía de su perro y de su lectora. Devota de Michel de Montaigne y admiradora de Voltaire –cuando no se repite, aclara–, odia al “charlatán” de Jean-Jacques Rousseau y suele ver al matemático y enciclopedista D’Alembert. Aunque se define como una ociosa, está claro que cultiva con exigencia su intelecto. Y también sus muy nobles amistades, aunque, por lo general, sale escaldada y enfurecida del trato con sus iguales, cotorras y fatuos, según refiere en su diario con su lengua viperina e inclemente. Se siente vieja y está furiosa.
Algo muy importante sucede cuando, en una reunión social, conoce a un joven inglés, Sir Reginald Burnett, de veinticinco años, del que, por edad, bien podría ser su madre. Lo que sucede es que el joven se enamora de la duquesa y la duquesa se enamora del joven. Se aman profundamente. Pero el joven debe regresar a su país y la duquesa, aunque anonadada y absorbida por el amor que siente por él, se plantea –por su reconocida “afición a la verdad”– su responsabilidad y su posición moral y también pragmática ante el futuro de una relación tan desigual. Los arrebatados, zigzagueantes, exaltantes y dolorosos –y hasta heroicos– avatares de esa relación constituyen, hasta su desenlace, el argumento y la trama de La duquesa de Vaneuse, una novela de exquisita factura literaria, de no menos exquisitas hechuras psicológicas, de enorme inteligencia y de gozoso ingenio.
Veamos cómo se ve a sí misma la duquesa –que tantas veces se autodescribe y se autodefine– en un momento de crisis con el joven Burnett: “Estoy cansada de devanar la madeja de mis negros pensamientos; mi cabeza está vacía como una nuez vana, y no siento más que el latido de una neuralgia en la sien izquierda. Ya no sé lo que es el sueño, como maquinalmente; mis libros, mi bordado, mi lectora, mi perro, me exasperan. Me gustaría ser piadosa, tonta, matar los minutos a base de innumerables rosarios, sepultarme en las devociones y en las oraciones, coleccionar mis cruces, mis languideces y mis mortificaciones, abrazarlas, contarlas, colocarlas a fondo perdido sobre el paraíso. Creo que a falta de este opio voy a recurrir a los auténticos narcóticos. Cae una lluvia densa y continua que oxida las hojas, y todas las gotas me atraviesan. No sé de qué especie es mi dolor, y sin embargo me resulta odiosamente familiar; ayer, un éxtasis; hoy, un tormento sin fin”.
En este trance arrebatadamente romántico –al menos, en el sentido convencional– y confesional, el autor de La duquesa de Vaneuse vuelve a dar, como siempre, voz y luz a su briosa protagonista, a ejercitarse con grandes dotes en la mímesis con la retórica y los tonos del tipo de novela francesa que busca homenajear.
¿El autor? Verán que hasta ahora no he escrito su nombre. En portada y en la primera solapa figura Gustave Amiot. Pero, sin pretenderlo, me he visto envuelto en una situación confusa y detectivesca que he trasladado a los editores de Periférica, que han compartido mis cuitas. Queriendo ampliar para este “post” la información sobre el Gustave Amiot (1836-1906), bibliotecario y archivero de Cherburgo, reseñado biográficamente con llamativa brevedad en dicha solapa, me he encontrado en fuentes informativas en francés, consultadas en internet, con un insólito enredo de noticias contradictorias. En diversas informaciones –en la web de la Biblioteca Nacional de Francia, por ejemplo–, se atribuye la autoría de La duquesa de Vaneuse a otro Amiot, Charles-Gustave Amiot (1863-1942), crítico literario, especialista en el siglo XVIII –atención– y novelista. Me inclino a pensar que es este segundo Amiot el autor de La duquesa de Vaneuse, dicho sea a tenor de mis indagaciones –entre contradicciones, insisto–, pues carezco por completo de preparación para así dictaminarlo. ¿Acaso algún lector podría aportarnos pruebas concluyentes en un sentido u otro? Lo que es seguro es que la editorial parisina de José Corti rescató La duquesa de Vaneuse de un perdido baúl en el que había permanecido durante décadas –más o menos, según sea uno u otro Amiot su autor– y la publicó en 1979. Los lectores de este blog ya saben que no suelo meterme en estos berenjenales, pero es que nunca me había topado con semejante embrollo. Ah, y Corti tiene descatalogada esta novela y, cuarenta años después, no se puede acceder en su web a ninguna información sobre ella.