Desconocía la obra de Livia de Stefani (Palermo, 1913-Roma, 1991), y la lectura de La viña de uvas negras (1953), su primera novela, ha sido para mí una sorpresa mayúscula. Es uno de los mejores libros que he leído este año.
Editado por Altamarea, con traducción de Raquel Olcoz y concienzudo epílogo de Marta Sanz, La viña de uvas negras, absorbe y aviva el interés desde su primera página, cuando provoca en el lector esa plenitud tan incomparable e inhabitual de saber que ha sido doblemente abducido por una trama magnética, por una mirada inclemente y por un estilo literario que provoca placer y sobrecogimiento con cada párrafo.
En Sicilia, en 1930, el joven Casimiro Badalamenti se desplaza a escape del pueblo montañés de Giardinello al pueblo costero de Cinisi. Están a veinte kilómetros, son la tierra y la luna, según De Stefani. Su padre y su hermano han sido asesinados. Cosas de la mafia o de mujeres, se dice.
En Cinisi, Casimiro se instala en casa de Concetta, una mujer de vida ligera, e inicia con ella una convivencia dura y ruda, marcada por su tosco y feroz autoritarismo patriarcal y por la dramática y servil sumisión de ella. Un incomprensible y enfermo amor recíproco y una pasión sexual compulsiva y a trompicones enredan a la pareja en una desigual relación de amo y sierva, recluida ella por él en una tiránica cautividad en la que van espejeando momentos de una ternura inesperada.
El caso es que Casimiro tiene planes, desea enriquecerse y tiene que trabajar despiadadamente –todo es despiadado en él- para volver a Giardinello redimido por su condición de potentado a fin de recuperar y cultivar los viñedos familiares. Extrañamente acuciado por demostrar su virilidad, al parecer unida a un sentido del honor de peculiar y siciliana genealogía, Casimiro impondrá a Concetta una terrible ley: concebirá hijos, siempre prisionera –con progresivos ablandamientos de esa pena-, con la condición de entregarlos en adopción nada más parir. Ya se verá –se leerá- lo que sucede después, cuando llegue –si es que llega-, pasados los años, el día de volver -¿quiénes?- a Giardinello.
Livia De Stefani nació en una familia de ricos y aristocráticos propietarios, logró formarse culturalmente por su cuenta y, a mitad de su adolescencia, fugarse, como quien dice, a Roma, para poner tierra de por medio respecto a una mentalidad machista, despótica, anquilosada en rituales, valores y costumbres asfixiantes, que son los que dan esqueleto y músculo a la novela. A esta tragedia con vistas a un mar de liberadoras promesas inaccesibles.
De Stefani se casó con el escultor Renato Santorini, tuvo tres hijos, fue razonablemente feliz –aunque asediada por los odios que despertó en su Palermo natal la novela que nos ocupa-, publicó un poemario y, al menos, siete novelas, la última de ellas muy centrada en la Mafia, organización criminal que apenas se deja sentir en la periferia sombría y silenciosa de La viña de uvas negras. De esta novela, por cierto, se podría deducir una excelente película, pero, de momento, sólo sabemos que dio lugar, en 1984, a una miniserie televisiva de dos capítulos protagonizada por Mario Adorf y Lea Massari, dos opciones muy adecuadas para poner cara, cuerpo y alma –y falta de alma- a Casimiro y Concetta.
Amiga de Alberto Savinio –el escritor y pintor hermano de Giorgio de Chirico-, del novelista y guionista Vitaliano Brancati y de la también escritora Elsa Morante, Livia De Stefani contó con el apoyo y la amistad de los círculos artísticos e intelectuales romanos. Y, por cierto, disfrutó del éxito en Italia y fuera de ella gracias a La viña de uvas negras, lo que hace más inentendible que esta magnífica novela se haya traspapelado durante tanto tiempo en España.
Veamos cómo escribe Livia De Stefani, así hace hablar a Casimiro: “El varón es la flor de la sangre, no se recoge. El varón es la copa del árbol, no se parte. El varón no tiene entrañas, la podredumbre no arraiga en él. En la pulpa de la fruta, que es hembra, es ahí donde arraiga la podredumbre. Y se hace evidente, para vergüenza del árbol y de quien lo cultiva. En tal caso, quien cuida del árbol arranca la fruta. Sin temor, sin remordimientos, por sacrosanto deber”.
Estas tremendas palabras de Casimiro a Concetta expresan bien el meollo del punta de vista que, a su designio, rige su relación. La relación entre Casimiro y Concetta, con sus meandros y su evolución, es el núcleo central de la novela y su fuerza motora. Verdugo y víctima, carcelero y reo, y sus imprevistos juegos. Pero, además de contar y mucho, el crudo retrato de toda una sociedad y sus pliegues y mecanismos morales y de comportamiento, y de poner a la vista unos ingredientes para la reflexión y el escándalo, y de pilotar un argumento de potencia avasalladora, Livia de Stefani –y vuelvo al primer párrafo- escribe y describe el interior y el exterior de sus personajes con sensualidad y sensorialidad, con todos los colores, olores, luces, sonidos y sabores propios de un estilo literario virtuoso, plástico y consumado. Una novela aterradora y prodigiosa.