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Atiborrado de Gelocatil y Fluimucil por una gripe caprichosa que no termina de dar la cara –quizá no debería haberlo dicho, pero dicho queda-, me dispongo a escribir aquí, desde el corazón de la niebla, de uno de los libros más luminosos, bonitos y sencillos que he leído últimamente: Cariñena (Pregunta Ediciones), de Antón Castro.
En 1978, a los 19 años, el entonces Técnico Especialista en Electrónica y hoy reputadísimo periodista cultural y exquisito escritor, nacido en la parroquia de Santa Mariña de Lañas, en el coruñés “concello” de Arteixo, abandonó su casa familiar y se largó a Zaragoza escapando del cumplimiento del servicio militar. Instalado en la capital aragonesa, en una especie de comuna okupa integrada por objetores como él, vio la conveniencia de ganarse unos dineros como vendimiador en Cariñena.
Leemos en la contraportada: “A medio camino entre la realidad, la memoria y la autoficción, Cariñena es una novela autobiográfica…” Vale. El etiquetado referencial nos queda claro. Novela o no, Cariñena es un relato confesional, de experiencia, de iniciación a la vida, narrado en primera persona con una ingenuidad y una naturalidad desarmantes y cautivadoras.
Un chico raro, miedoso, inexperto, sin fuste físico, emocionalmente frágil, iniciado mucho más en la vida cultural propia de su edad y su tiempo que en la vida misma, incierto aspirante a poeta y pegado a un cuaderno Sagitario –en el que anota cuanto le pueda convenir a su incipiente propósito de escribir- llega en solitario, con dos duros y en auto-stop a Cariñena a ver si consigue “engancharse” como vendimiador. Ni idea de lo que se le avecina.
Cariñena cuenta primero la expectante búsqueda de trabajo y, después, las jornadas como vendimiador en los viñedos. Todo el relato es un continuo, un río tranquilo que fluye con quietud, al paso de los días y las noches, de las horas, de las incertidumbres, de los contactos y de las tareas.
Con muy significativas alusiones al terruño abandonado, a la infancia y juventud que han quedado atrás, a la figura bifronte del padre, Castro se sumerge en el paisaje y en el paisanaje de Cariñena. Queda simple –incluso feo- decirlo así, pero así es (para entendernos): la tierra y la gente.
El Gallego –como enseguida le llaman- va estableciendo relaciones en el pueblo: gente que le ayuda, gente que le puede dar el trabajo que anhela –ya se verá-, gente que aspira a su mismo empleo; un formidable elenco de tipos humanos, cada uno con sus pequeñas historias detrás y delante, en los escenarios de la plaza, el bar, una nave, un cobertizo, unos barracones… En Cariñena y en Paniza. Tres amigos que se consolidan –Miguel, Andrés, Pepe- y dos chicas –Cris y Mar-, que también aparecen por allí en busca de trabajo. Conversaciones, anécdotas, confidencias, indagaciones, puesta en común de gustos –tal película, tal libro, tal cantante- y proyectos, afectos, aprendizaje.
Y, con la misma prosa limpísima, delicada, apacible como la solidaridad sin énfasis y la complicidad soleada que se va abriendo paso, la descripción, al fin, del durísimo trabajo farcino (cuchillo) en mano en los viñedos hasta deslomarse al sexto día, con párrafos bellísimos sobre la tierra, la uva, la técnica, la tarea y el esfuerzo de cobrarla, de sumarla a los cuévanos (cestos) hasta quedar tronzado, abatido por el lumbago del cierzo. “Molinicos de poca agua. Así se le dice por aquí a la gente como tú que flaquea cuando menos se espera”, le dirá al Gallego con cariño uno de los amigos.
Completado ahora por un relato inédito, Una artista en el viñedo, que, sobre el mismo escenario trae resonancias de la película Tierra (1996), de Julio Medem, y de las zonas de misterio y fábula que suelen agazaparse en la narrativa de Castro, Cariñena, que ya había tenido una anterior edición hace años -¿cuatro?-, es un libro bellísísimo y de una originalidad inesperada y sorprendente.
Sí. Resulta que a todos los ingredientes nombrados se suma de soslayo y con discreción, mediante referencias culturales –que no excluyen a la cultura popular y callejera-, el retrato de un tiempo y de una generación. Lo insólito es que este retrato, que suele hacerse con ambición programática y con solemnidad, se haga en Cariñena con la ingenuidad y la naturalidad desarmantes que he mencionado más arriba, que son las herramientas –propias de ciertos poetas- con las que Castro cuenta su historia y se desnuda.
Escribe Castro: “Mis padres son labradores e hijos y nietos de labradores. Mi infancia está vinculada por tanto al campo. He ido con mi padre al monte en busca de leña y desde allí contemplaba un furioso mar de delfines; he estado con mi madre horas y horas recogiendo patatas, plantando judías y deshojando maíz. Me gustaba internarme en el corazón del maizal y aislarme del mundo, tanto que a veces mi madre se asustaba: pensaba que me había perdido o que había huido hacia las antiguas minas de wólfram, donde se decía que había demonios y precipicios sombríos que conducían al más allá. Por eso cuando nos íbamos a las fincas siempre me metía un diente de ajo en el bolsillo del pantalón. Era un amuleto infalible contra los malos espíritus…”.
Este párrafo sobre el niño misántropo se prolonga todavía más. En fin, no sabemos ni nos importa cuánto hay de rigurosamente exacto en todo ello, pero lo que es seguro es que Antón Castro, el responsable del suplemento cultural de Heraldo de Aragón, el autor de El testamento de amor de Patricio Julve (1995) y, en fin, el poseedor de tantas erudiciones, tiene la suerte y el privilegio de poder seguir escribiendo con la mirada del niño aislado en un maizal. Ya me toca otro Gelocatil.