'El Mago', la verdad y la mentira
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En apenas unas horas, he asistido a la representación de El Mago en el Teatro Valle-Inclán (CDN) y he leído, en ese orden, el texto de Juan Mayorga, que acaba de ser editado, como otras obras suyas, por Ediciones La uÑa RoTa.
A riesgo de ser o parecer banal, diré que la doble experiencia, en tan corto espacio de tiempo, ha sido muy gratificante. En primer lugar, sin duda, porque el texto es de una riqueza y precisión literaria y poética admirables. Es de lo mejor y más completo que ha escrito nunca –que yo conozca– Juan Mayorga. Y otro tanto se puede decir –y diré luego– de la gran cantidad de ideas, significados y sugerencias que contiene, muy bien captadas y exploradas por Pepe Viyuela en el ensayo que cierra el libro.
En segundo lugar, la experiencia es estupenda porque al leer el texto, tan cerca de haber visto la función, se disfruta mucho al comprobar la importancia decisiva de las opciones tomadas por el director –el mismo Mayorga– en el montaje, cómo ha concebido el espacio escénico y el ritmo y cómo ha marcado la interpretación de los actores (espléndidos) para construir los personajes.
La anécdota argumental de El Mago consiste en que Nadia (Clara Sanchís, en escena), que ha acudido a un teatro para asistir al espectáculo de un ilusionista, vuelve a su casa, donde le esperan su marido y su hija, que están preparando la mesa para una pareja de invitados que esperan a cenar. Pero el caso es que Nadia vuelve rara y extraña. No sólo dice que ha sido y sigue hipnotizada por el mago, sino, además, y contra toda evidencia, que continúa estando en el escenario del teatro y recibiendo órdenes del ilusionista. Luego, entrarán en acción tres personajes más –con el don de la inoportunidad– e irán pasando muchas cosas.
La pieza de Mayorga –quizás uno de los mejores textos literarios, en general, del año– es de una versatilidad y reversibilidad pasmosas. Tan pronto juega a la comedia de sofá o cuarto de estar como se acelera en lo vodevilesco –timbres, puertas, escondites–, tan pronto ofrece resonancias del Teatro del Absurdo como adopta perfiles de relato de terror y de crímenes. Es una obra de ideas –y bastantes– y es una obra que arranca las risas y hasta las carcajadas de un espectador o/y de un lector divertido, intrigado, algo perplejo y tal vez asustado.
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La doble entidad e incluso identidad de Nadia no sólo pone en cuestión la frontera entre lo real y lo fantástico, entre lo cierto y lo fingido, sino que vacía y llena la noción de realidad y de verdad, la noción de existencia, hasta crear, en efecto, notable inquietud. En la sala teatral, con más nitidez, se llega a establecer una confusión entre personas, actores y personajes que alcanza, mediante un espejo invisible, a los propios espectadores, que pueden dudar de si están arriba o abajo del escenario, temiendo su desaparición cuando las luces se apaguen o cierren los ojos, lo cual no es del todo indeseable.
Este arte de birlibirloque, como el de un mago, permite, claro, una reflexión sobre la naturaleza del teatro, pero también sobre la naturaleza de nuestra vida, que llegamos a ver como insignificante si la miramos –como Nadia cuando regresa a casa volando– desde por muy encima de los tejados.
Los magos que odia Víctor (José Luis García Pérez), el marido de Nadia, no sólo son los que escamotean o hacen surgir palomas y conejos en un espectáculo, sino –entendemos el apunte metafórico de Mayorga– cuantos –políticos, ideólogos, predicadores y publicistas diversos…– llegan a embaucarnos, a hipnotizarnos mirándonos a los ojos, a seducirnos con su palabrería. Hay una vertiente política, pues, sutilmente expuesta, en el texto de Mayorga. Y mago o hipnotizado podemos ser cada uno de nosotros, según nuestra capacidad de manipulación o de nuestro deseo de ser manipulados.
¿O es que acaso necesitamos pasar a vivir con los ojos cerrados, pasar a habitar el lado de la ilusión y de lo ilusorio? Dice Nadia: “En esta casa hay demasiada realidad. Mis ojos no aguantan tanta costumbre, tanta repetición, tanta realidad”.
Es un momento dramático, que apunta –como la pieza entera– a las relaciones de familia, de padres e hijos, de pareja. El mago del teatro –y el teatro mismo–, por más odioso, es el catalizador del desencadenamiento de una crisis que ya late en casa de Nadia y de Víctor. Una crisis que, como en alguna otra obra de Juan Mayorga, tiene que ver, en su raíz, con la verdad y sus versiones. Por tanto, también con la mentira.