“Tristeza crepuscular”. En el cuento titulado El orden equivocado, pieza magistral que da título al libro de Elizabeth Taylor (1912-1975) que vamos a comentar, y aludiendo a los tres personajes que protagonizan la historia, la narradora escribe: “…aquellos discos viejos y gastados de Chopin y Schumann eran de una tristeza crepuscular que ellos ya no podían soportar”.

Los discos están “viejos y gastados” como sus tres propietarios —una pareja y un amigo que conviven al borde de la muerte—, pero la atmósfera de “tristeza crepuscular” rebasa a los protagonistas del cuento y se extiende a la totalidad del paisaje humano del libro. También a su escritura, aunque, a este respecto, el tono literario de los cuentos de Taylor deja lugar, con frecuencia, a una violencia psicológica y a una acritud sin disimulos difícilmente catalogables como crepusculares. Por el contrario, son punzantes, abrasivos. En tal sentido, muy vivos.

Hay consenso a la hora de considerar que la escritora inglesa, aunque con lectores fieles, no tuvo en vida el reconocimiento y los honores que merecía y que sólo en la década posterior a la de su prematuro fallecimiento —a los 63 años— su obra fue revalorizada por la crítica, si bien persiste la idea, no infundada, de que Elizabeth Taylor sigue, como un tesoro escondido, en trance de ser descubierta.

Sabemos de su vida retirada y de su nula actitud hacia la exposición mediática y la vida literaria. En castellano se han editado al menos siete de sus doce novelas. Siendo como fue una escritora extraordinaria, cabe preguntarse si esa “tristeza crepuscular” que embarga su narrativa no estará en el origen de ese déficit de atención por parte de un público lector más amplio. La tristeza crepuscular, sí, y el peso, y la desazón, y la incomodidad del alma que contagian sus soberbios escritos.

Elba, con traducción de Socorro Giménez Cubillos, ha publicado El orden equivocado y otros cuentos, una más que significativa selección de veinte de los sesenta y cinco relatos que llegó a publicar a lo largo treinta años, preferentemente en The New Yorker, la autora, entre otras novelas, de La señorita Dashwood (1946), Una vista del puerto (1947) y Ángel (1957), llevada al cine en 2007 por François Ozon. La publicación parece responder al entusiasta empeño personal de su editora, Clara Pastor, que ha seleccionado y prologado el volumen.

Bien, pues si se trata de descubrir o redescubrir, descubramos o redescubramos sin tardanza a Elizabeth Taylor a través de El orden equivocado y otros cuentos, cuya lectura me ha dejado una profunda impresión este verano, debido tanto a sus extraordinarias virtudes literarias como al hecho de asomarme a una escritora de muy oscura y compleja mirada sobre la vida, sin duda tiznada por un pesimismo esencial y por un ánimo en estado de desventura, pero muy capaz de herir con descargas eléctricas rabiosas y fulgurantes.

Maestra en el arte de la elipsis y en el de decir mucho más de lo que dice —decir con lo no dicho—, el lector aprende pronto a no fiarse un pelo de la aparente —en principio, muy en principio— amable o instalada cotidianidad de los personajes. Tampoco, por ejemplo, de los jardines ingleses que Taylor describe magníficamente muchas veces con su luz, sus colores —de flores y frutos— y sus insectos —avispas o mariposas—, a la postre inquietantes. Más temprano que tarde, emergerá de ahí un dolor hondo, una ácida salpicadura, una mordedura arisca, un bofetón inclemente.

Los relatos tienen argumentos variados, pero circulan por ellos algunas constantes: la dañina vejez, el desamor del matrimonio y la pareja, las fracturas de la mala o difícil relación familiar, el amor imposible, la sombra de la infidelidad, el horizonte de la muerte…Todo ello en un fondo en el que con frecuencia asoman los estragos de la guerra y, siempre o casi siempre, los destrozos del paso del tiempo, el peso del pasado, el cansancio, la fragilidad, el deterioro, la recíproca sensación de extrañeza, la pugna larvada o abierta, la soledad, la fragilidad, la deficiente comunicación, las ponzoñas de la convivencia, el desafecto, el reproche…

Un escritor prepara un libro sobre una escritora desaparecida y heterodoxa. Visita en su casa por sorpresa y para obtener información a su hermana, una señora mayor resentida por la fama, excesos e inexactitudes autobiográficas de aquélla. Y así narra Taylor las cavilaciones del investigador en un momento de la entrevista: “”Paciencia”, pensó, observándola. Llevaba medias opacas color gris, posiblemente para ocultar las varices. Él sabía todo acerca de las mujeres, y la desvistió mentalmente. Sin prisa —pues no iba a apresurar nada—, le quitó las enaguas color durazno y las bragas a juego y soltó de un tirón los tirantes del rígido corselete, que apretaban sus rollizos hombros y le habían dejado una marca permanente. Ni siquiera se detuvo ante la enormidad de la carne liberada, manchada y sin duda arrugada tras el rígido aprisionamiento, ni ante las marcas de las ligas en la parte superior de los muslos. Debía de tener el ombligo lleno de talco”.

No es frecuente que una escritora describa con esta crudeza implacable a otra mujer. Parece un retrato a lo Lucian Freud. Y es que Elizabeth Taylor —habrá quedado claro, supongo— no fue una de esas damas de las letras británicas del siglo XX propensas al costumbrismo gratificante. Perteneció a otra estirpe, también muy inglesa, nutrida por la modernidad. ¿Tristeza crepuscular? No voy ahora a desmentirme, pero sí a decir que, junto a cualidades portentosas en la observación, la descripción, la indagación psicológica y el uso del lenguaje, en Elizabeth Taylor restalla constantemente un helador nervio de dureza, de crueldad incluso, con ausencia total de compasión y de contemplaciones. De mala leche, oscura, diría yo coloquialmente. Y ese nervio, ese rayo, mantiene al lector despierto, atónito, angustiado, en alerta. A un paso del temblor y del miedo.