Digamos, a grandes rasgos, que en octubre de 1943 las tropas alemanas se habían adueñado de Roma. Benito Mussolini, después de su arresto por orden de Victor Manuel III y de su posterior liberación por un comando de las SS, había fundado al norte de Italia la llamada República de Saló y había reconstituido el partido fascista. Era un títere de Hitler. El rey y el nuevo presidente de Italia, Pietro Badoglio, habían huido de Roma en septiembre. Los nazis eran los amos de la ciudad.
En 16 de octubre de 1943, Giacomo Debenedetti (1901-1967) cuenta la gran redada que ese día efectuaron tropas de las SS en el gueto de Roma. Más de mil judíos –familias enteras, ancianos, mujeres, niños- fueron detenidos, trasladados después en camiones y amontonados en trenes que, camino de Bolonia, les llevaron a una muerte segura. Nunca más se supo de ellos.
Debenedetti, de familia judía, permaneció oculto en esa jornada, en la que regía el toque de queda impuesto en julio. Horas después, comenzó a recabar numerosos testimonios y a reconstruir con todo detalle los terribles acontecimientos de ese día. 16 de octubre de 1943, que ahora edita Las afueras con traducción de María Folch, fue publicado por vez primera en diciembre de 1944, en la revista romana “Mercurio” –Roma había sido liberada el 4 de julio, faltaban cuatro meses para el fusilamiento de Mussolini por los partisanos-, y, tres años después, Jean-Paul Sartre lo publicó en “Les Temps Modernes”, lo que supuso la consagración literaria del texto.
Giacomo Debenedetti, cuando tuvieron lugar los hechos narrados, tenía 42 años, había publicado varios libros, había escrito varios guiones de películas –con pseudónimo, pues, como judío, estaba sometido a las restricciones de las llamadas “leyes raciales” fascistas- y, gracias al primero de sus tres volúmenes de Ensayos críticos, era uno de los analistas literarios más reputados de Italia.
El lector supondrá el valor testimonial, histórico y político de 16 de octubre de 1943, que lleva un prólogo de la novelista Natalia Ginzburg, escrito en 1978, cuya lectura recomiendo posponer hasta después de haber leído el texto de Debenedetti.
Sin embargo, más allá de esos valores, y contando con la materia estremecedora de la que está hecho el relato, es preciso avisar aquí de la extraordinaria calidad de la narración de Debenedetti. Podemos llamarla crónica, gran reportaje de urdimbre literaria, incluso considerarla una muestra pionera –junto a otras- de lo que luego se llamó Nuevo Periodismo. También podemos incurrir –si eso sirviera para motivar su lectura- en el espantoso tópico de decir que “se lee como una novela”, que nos atrapa y no nos suelta.
En el tercer párrafo del relato, una mujer llega al gueto muy agitada en el atardecer del 15 de octubre. Proclama a gritos que todo el mundo debe huir, que la mujer de un carabinero le ha dicho que su marido ha visto a un alemán con una lista de más de doscientos padres judíos que van a ser detenidos. Se llama Celeste, y no le hace caso nadie porque está considerada por sus vecinos como una mujer de pocas luces.
Celeste es el primero de una larga relación de personajes, con nombre o sin nombre, que van integrando el coral relato de Debenedetti a partir de una noche de pesadilla –disparos, voces, pasos- que anticipa la redada del día siguiente. Los testimonios recabados por el escritor entre testigos y supervivientes –las SS sólo se llevaban a quienes figuraban en sus listas- van componiendo, a ritmo sostenido, “in crescendo” y con una prosa clara y directa, su escalofriante narración, trufada de datos, de pequeñas anécdotas –cuesta llamarlas así-, de las circunstancias en las que, con fría violencia –“rigor profesional”, “conciencia del oficio”-, fueron detenidos los judíos, incluidos enfermos, embarazadas, impedidos, personas con trastornos mentales…Se narran episodios crueles, de gente a la que no le valió de nada tratar de esconderse o de huir, de casualidades y fatalidades que determinaron la suerte aciaga de muchos, de generosidad, de amor, de terror, de súplicas inútiles, de arbitrariedades, de desesperación, de inusitada valentía.
Ese tejido narrativo vivísimo -que sigue un surco y, a la vez, va componiendo un gran mural del infierno-, apenas se interrumpe, puntualmente, por breves consideraciones, muy interesantes, que Debenedetti hace sobre el carácter de los judíos y sobre el comportamiento de los alemanes, especialmente de los jefes de la operación. Y, de inmediato, se vuelve al hilo narrativo, al encadenamiento de escenas que van causando una enorme impresión. Algunas, inimaginables. Por ejemplo: los jóvenes soldados nazis no conocían Roma y se permitieron, mientras llevaban en los camiones a los judíos hacia un punto de concentración, hacer turismo por la ciudad, desviarse de la ruta, bajarse de los vehículos para contemplar mejor determinados monumentos –la plaza de San Pedro-, hasta perderse en su camino dilatando y aumentando la angustia de sus víctimas.
Debenedetti describe a los judíos como confiados, respetuosos con la autoridad, creyentes en la justicia, portadores de una especie de genética de adaptación al sufrimiento que, en este caso, les hizo minimizar lo que había empezado a suceder semanas y días atrás –requisa de oro, saqueo de su principal biblioteca- y pensar que no sería para tanto lo que estaba por venir. Los nazis se llevarían sólo a los hombres, pensaban, para utilizarlos en determinados trabajos. Volverían a casa. O se llevarían sólo a quienes estuvieran acusados de actividades antifascistas. O…
Así describe Giacomo Debenedetti a un oficial alemán: “Acompañado por una escolta de las SS, al verlo se diría que es un oficial alemán como todos los demás, con aquel plus de arrogancia que da la pertenencia a una “especialidad” privilegiada y tristemente famosa. Todo él es un uniforme, de la cabeza a los pies. Aquel uniforme ceñido, de una elegancia quisquillosa, abstracta e implacable, que enfunda a la persona, la física pero también y, sobre todo, la moral, con un hermetismo de cremallera. Es la palabra “verboten” (prohibido) traducida en un uniforme: prohibido el acceso al hombre y al pasado individual que habita en él, que es su historia y su “especialidad” más verdadera; prohibido ver nada más allá de su presente riguroso, automático, intransigente, afilado”.
Aunque Debenedetti escribe de una manera seca, objetivista, dejando que las emociones surjan de los hechos y no de una posible sentimentalidad de su mirada, lo cierto es que su relato conmueve en muchos momentos. Pero he preferido seleccionar una cita, digna de antología, que expresa muy bien su quirúrgica capacidad analítica y de interpretación, su soporte intelectual: el hombre como uniforme y el uniforme como prohibición de acceso al hombre.