A mí también me gustan los libros de corte memorialístico que versan sobre las tertulias de café, actividad que, en sus ejemplos más destacados y durante más de un siglo largo, dejó en España un legado histórico, cultural e, incluso, político de primer orden, por no hablar de su directo significado como exponente del modo de ser y vivir de los españoles.
Por ese motivo, he tenido la curiosidad de leer Historia de una tertulia (1952), de Antonio Díaz-Cañabate (1897-1980), que ha vuelto a editar Renacimiento con prólogo de su amigo Marino Gómez-Santos.
El autor, autodefinido con exageración como “superviviente del siglo XIX” y etiquetado sin malicia por Gómez-Santos como “señorito madrileño”, no tuvo ninguna gana de ejercer la abogacía -aunque malestudió Derecho- y logró gran y sostenida notoriedad como crítico taurino y teatral.
La tertulia -mucho puro al morro, misoginia, carcajadas, distancia con “los rojos”- es la celebrada desde la posguerra y durante una década en el hoy desaparecido café Lyon d’Or de la calle Alcalá, tertulia que reunía a un variable aunque fiel grupo de trasnochadores integrado por intelectuales, artistas, profesionales, toreros y gentes del mundo taurino. No hace falta decir, si bien conviene tenerlo en cuenta, que sus integrantes, por las fechas, eran personas adeptas o conformes con el franquismo, indiferentes o no alineadas otras, dotadas bastantes de alguna discreta impronta liberal propia de sus tareas. No hablaban de política ni de mujeres –se dice-, y aquello era una isla de regocijo –junto a otras que formaban privilegiado archipiélago- en el Madrid pobre y reprimido de la posguerra.
Díaz-Cañabate deja sentado en los preliminares que él no se considera escritor, que no acudía a la tertulia como taquígrafo sino como contertulio, que el lector no va a encontrar en su libro –“probablemente muy malo”- maledicencias –las hay- y quesi completó su redacción fue por parecerle “interesante, ameno y hasta instructivo” lo que en él se cuenta.
Se agradece la modestia, pero hay que reconocer que, para empezar, no resultan muy alentadoras las confesiones y las palabras del autor.
Ni taquígrafo ni notario, cabría decir al uso antiguo, Díaz-Cañabate, tampoco escritor, se inscribe en una tradición literaria y periodística costumbrista –y en la tradición en general- con un lenguaje elemental, sencillo y propenso al coloquialismo señoritil y castizo, con ocasionales pinitos –muy a ráfagas- en un mayor virtuosismo estilístico, muy acorde todo ello con una mentalidad conservadora que, muy aisladamente, gusta de adornarse con pellizcos de monja, esto es, con algunas blancas, inocuas y pícaras transgresiones.
¿Entonces? Pues, como era de suponer desde los primeros lances y las primeras explicaciones (no pedidas) del autor, Historia de una tertulia no es un libro que se vaya a leer por su rango literario, sino por la información que suministra sobre personalidades notables y por su carácter de espejo de una parte de la sociedad de la época. Lo que no es poco.
En cuanto a la información, y aunque recoge alguna breve conversación de moderada enjundia, el grueso del libro –por deliberada decisión del autor- está formado por anécdotas, cuentos, sucedidos y chistes –cada cosa es cada cosa-, unos tras otros, contados o protagonizados –con gracejo, donaire y por ahí- por los contertulios, y son estos materiales, de ingeniosidad entre dudosa y variable, los que sirven como testimonio, síntoma y reflejo de las ideas (conservadoras), comportamientos (convencionales), mentalidad (antigua) y modales (el señorío, muy valorado) de un importante sector de la clase intelectual y artística no reñida –a veces, muy al contrario- con el franquismo.
La tertulia del Lyon d’Or estuvo fundada, presidida y animada porJosé María de Cossío, enciclopedista de los toros, que había dado trabajo a Cañabate en su magna obra, siendo correspondido por él en este libro con una catarata de elogios que, a juicio del mismo loado y de otros contertulios que tuvieron acceso al manuscrito, lo instalan en el terreno del panegírico.
Desfilan por la tertulia y por el libro numerosos toreros (Belmonte,“El Gallo”, Domingo Ortega, Niño de la Palma...), ganaderos y gentes del toro en general –hay una querencia hacia Andalucía y Salamanca-, que hacen de Historia de una tertulia obra recomendable para los taurinos y estudiosos de la tauromaquia. Precisamente, un paréntesis en el que se relata una excursión taurina a Sevillaresulta ser, a mi juicio, el mejor capítulo del libro, especialmente cuando Cañabate describe el ambiente y protocolo que rodearon a José Ignacio Sánchez Mejías, en la habitación de su hotel, mientras se vestía de luces para la corrida de su alternativa. Los dos siguientes capítulos, en los que Cañabate se estira como cronista, también están muy bien.
La información sobre las personalidades de la cultura que acudían a la tertulia se va dando por goteo, y así, a dosis homeopáticas o a trazos sueltos y sucesivos, se van fraguando retratos a vuela pluma de, amén del omnipresente Cossío, Emilio García Gómez, Eugenio D’Ors, Sebastián Miranda, Josep Pla, Gerardo Diego, Regino Sainz de la Maza, Joaquín Rodrigo, José Janés, Eugenio Montes, Francisco de Cossío, Edgar Neville, Federico Sopeña, Ignacio Zuloaga, Ricardo Viñes,Pepín Bello y, en fin, muchos más, unos fijos, otros transeúntes del café, quienes, a su vez, hablan y cuentan de otros personajes ausentes. Sirva esta incompleta relación para que el lector evalúe su interés por este libro.
Al respecto, Historia de una tertulia habla de un mundo, de unos personajes y de un estilo de vivir y enfocar la vida desaparecidos, con la curiosa particularidad de que el universo que contempla llega a resultarnos, sin salir de España, más lejano y, en cierto modo, ajeno que otros universos del pasado, incluso del siglo anterior. Y, en pura coherencia, lo hace con un lenguaje que, salvo ocasionales destellos, y en cuanto reflejo de una mentalidad, no corta amarras, ni mucho menos, con las complacencias del costumbrismo.
Veamos, por ejemplo, qué es un “antofagasta”. ¿No lo saben?: “Parece ser que fue Federico García Lorca el primero que empleó la palabra “antofagasta”, aplicada para designar a un tipo especial, variante de lo que antes se llamaba un pelmazo. El antofagasta es, desde luego, un pelmazo, pero con características especiales. El antofagasta es un señor que no se entera, que no habla o que lo hace a destiempo, que formula la pregunta impertinente en el peor momento, el oficioso con la figura popular, de la que no se despega y a la que descubre cada cinco minutos (…) El antofagasta preferible es el calladico y risueño, el que ríe lo mismo cuando la cosa tiene gracia, como cuando maldita la gracia que tiene; el ríe siempre y repite la última frase del chiste, o de la anécdota, o del cuento, o de la frase ingeniosa…”